De repente, Ophélie olió alcohol en su aliento.
– ¿Puedo entrar? -pidió el hombre con una sonrisa nerviosa que a Ophélie se le antojó más bien lasciva.
– Estoy preparando la cena -farfulló Ophélie, consciente de que el hombre se tambaleaba un poco y sin saber qué podía querer de ella.
Sin embargo, sabía que había obtenido su dirección de la lista del grupo que habían distribuido ese mismo día a todos los que querían conservar el contacto con sus compañeros.
– Genial -exclamó Jeremy con osadía y una sonrisa desagradable-. Todavía no he comido. ¿Qué hay para cenar?
Ophélie abrió la boca de par en par ante tamaña grosería, y por un instante creyó que el hombre se limitaría a entrar sin más. Muy despacio, empezó a cerrar la puerta para estrechar la abertura por la que podía colarse. No tenía intención de invitarlo a pasar. Presentía que algo desagradable estaba a punto de ocurrir y quería evitarlo a toda costa.
– Lo siento, Jeremy, pero tengo que dejarte. Mi hija está muerta de hambre, y espero a un amigo de un momento a otro.
Siguió cerrando la puerta, pero Jeremy la detuvo con una mano, y Ophélie advirtió de inmediato que era más rápido y fuerte de lo que había esperado. No sabía si propinarle un puntapié o gritar, pero en la casa no había nadie salvo Pip para ayudarla. Por supuesto, había improvisado la visita del supuesto amigo para disuadirlo. Era una escena incómoda en todos los sentidos, una violación del respeto que el grupo siempre había fomentado.
– ¿A qué viene tanta prisa? -siseó él con expresión lujuriosa.
A todas luces, tenía ganas de empujarla a un lado para pasar, pero no acababa de atreverse. Por fortuna, el alcohol que había consumido ralentizaba sus reflejos, pero oler los vapores procedentes de su boca a escasos centímetros de ella no resultaba tranquilizador.
– ¿Tienes una cita?
– Pues sí.
Y mide metro noventa y cinco y es cinturón negro de kárate, sintió deseos de añadir, pero no se le ocurrió nadie lo bastante formidable ni veloz para detener a Jeremy. Al comprender la situación en que se encontraba, el corazón se le encogió de temor.
– No creo -replicó él-. En la terapia no parabas de decir que no querías salir con nadie nunca más. He pensado que podríamos cenar juntos, a ver si cambias de idea.
Era una presunción ridícula, por supuesto, y grosera en extremo. Además, la estaba asustando de verdad, y Ophélie no sabía cómo manejarlo. No se hallaba en una situación semejante desde la universidad; en cierta ocasión, un par de borrachos se habían colado en su residencia, y había pasado un miedo horroroso hasta que la encargada de planta los vio y llamó a seguridad para que los echara. Pero ahora no había encargada de planta que pudiera acudir en su ayuda, tan solo estaba Pip.
– Has sido muy amable al pasar por aquí -dijo en tono cortés mientras se preguntaba si tendría suficiente fuerza para cerrarle la puerta en las narices, aunque era consciente de que podía romperle el brazo en el intento-. Pero tendrás que marcharte.
– De eso nada, y además tú no quieres que me vaya, ¿verdad, cariño? ¿De qué tienes miedo? La terapia ha terminado, podemos salir con quien queramos. ¿O es que te asustan los hombres? ¿Eres bollera?
Estaba más borracho de lo que Ophélie había creído, y de repente comprendió que corría auténtico peligro. Si Jeremy entraba en la casa, podía hacerles daño a ella o a Pip. Esa idea le infundió la fuerza que necesitaba, y sin previo aviso lo empujó con una mano mientras con la otra cerraba la puerta de golpe. En aquel momento,
– ¡Maldita zorra! ¿Te crees demasiado buena para mí?
Ophélie permaneció junto a la puerta sin dejar de temblar, sintiéndose más atemorizada y vulnerable de lo que se había sentido en muchos años. De repente recordó que Jeremy iba a terapia por la muerte de su hermano gemelo y que por lo visto no lograba sobreponerse a la rabia. Su hermano había muerto atropellado por un conductor que se había dado a la fuga. Cuando le prestaba atención en las sesiones, algo poco habitual, Ophélie tenía la sensación de que la muerte de su gemelo lo había quebrado, y, desde luego, añadir el alcohol a la tragedia no le había ayudado. Tenía la impresión de que si hubiera logrado entrar en la casa, podría haberles hecho algo terrible a ella o a Pip.
Sin saber qué otra cosa hacer, tomó la misma decisión que Pip horas antes y llamó a Matt. Le contó lo sucedido y le preguntó si creía que debía llamar a la policía.
– ¿Sigue allí ese tipo? -preguntó Matt, muy alterado por el episodio.
– No, lo he oído marcharse en coche mientras marcaba tu número.