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En la primavera de 1922, la Comisión Extraordinaria de lucha contra la contrarrevolución y la especulación (Cheká), recientemente rebautizada con el nombre de GPU, decidió intervenir en los asuntos de la Iglesia. Aún estaba pendiente la «revolución eclesiástica», sustituir la vieja jerarquía por otra que tuviera una oreja pegada al cielo y la otra a la Lubianka. Eso era lo que ofrecían los de la Iglesia viva,* pero no podían apoderarse del aparato eclesiástico sin ayuda externa. Para ello se arrestó al patriarca Tíjon y se organizaron dos sonados procesos con fusilamientos: en Moscú, a los que difundían la proclama del Patriarca; y en Petrogrado, al metropolita* Veniamín, que obstaculizaba el paso del poder eclesiástico a manos de la Iglesia viva. En provincias y distritos, aquí y allí, se arrestó a metropolitas y obispos, y como siempre, a los peces gordos les siguieron bandadas de pececíllos, arciprestes, monjes y diáconos cuyos nombres no comunicaba la prensa. Encarcelaron a los que no prestaron juramento al impulso renovador de los zhivotserkóvniki.


Los sacerdotes formaron parte obligada de la pesca diaria, sus canas plateadas brillaban en cada celda, y luego en cada convoy a Solovki.


Al principio de los años veinte cayeron también grupos teósofos,* místicos y espiritistas (el grupo del conde Pahlen, que levantaba acta de las conversaciones con los espíritus), sociedades religiosas, filósofos del círculo de Berdiáyev. De pasada, fueron desarticulando y encarcelando a los «católicos del Este» (discípulos de Vladímir Soloviov), y al grupo de A.I. Abrikósova. En cuanto a los católicos propiamente dichos, los sacerdotes polacos, éstos iban a prisión sin que hiciera falta causa aparente.


Sin embargo, para erradicar definitivamente la religión en este país —uno de los objetivos principales de la GPU-NKVD en los años veinte y treinta— habría sido necesario encarcelar en masa a los propios creyentes ortodoxos. Se procedió a una intensa campaña de arresto, encarcelamiento y destierro contra los monjes y monjas, cuyos oscuros hábitos habían ennegrecido la vida rusa anterior. Se arrestaba y se juzgaba a los activistas de la Iglesia. Las ondas iban ensanchándose continuamente y pasaron a apresar a simples seglares creyentes, a personas de edad, en especial mujeres —porque su fe era más obstinada— a las que durante muchos años se conoció como monjitasen las cárceles de tránsito y en los campos de reclusión.


Desde luego, oficialmente no se les arrestaba y juzgaba por el mero hecho de creer, sino por manifestar su fe en voz alta y educar a sus hijos en ese espíritu. Como escribió Tania Jod-kévich:


«Puedes rezar libremente,Pero... que sólo te oiga Dios».


(Por estos versos le cayeron diez años.) La persona que creía poseer la verdad espiritual debía ocultarla... ¡a sus propios hijos! En los años veinte la educación religiosa caía en el artículo 58-10, es decir, ¡propaganda contrarrevolucionaria! Cierto es que el tribunal daba la posibilidad de abjurar de la religión. Aunque no era frecuente, podía darse el caso de que el padre abjurara y se quedara al cuidado de los hijos mientras la madre era enviada a Solovki (en estas décadas, las mujeres demostraron tener una fe más firme). A todos los creyentes les echaban diez años, la pena máxima en aquel entonces.


Con el fin de dejar limpias las grandes ciudades para la impoluta sociedad que se avecinaba, en aquellos años, especialmente en 1927, junto con las «monjitas» desterraron a Solovki a las prostitutas. A las aficionadas al pecado terrenal les aplicaban el artículo más liviano y les imponían tres años. La vida entre traslados, cárceles de tránsito y las propias Solovki, no les impedía ganar dinero ejerciendo su alegre oficio con los jefes y los soldados de escolta, de modo que a los tres años volvían cargadas de pesadas maletas a su punto de partida. A los creyentes, en cambio, les estaba vedado para siempre jamás volver con sus hijos a su hogar.


Ya en los albores de los años veinte aparecieron riadas netamente nacionales, de momento pequeñas en relación con las regiones donde se generaban, y más aún a escala rusa: musa-vatistas* de Azerbaidzhán, dashnakos* de Armenia, mencheviques georgianos* y basmach turkmenos, opuestos al establecimiento del régimen soviético en Asia Central. En 1926 fue encarcelada en pleno la «Hehalutz»,* sociedad sionista que no compartía el universalmente arrollador impulso del internacionalismo.


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