La victoria en los accesos a Moscú generó una nueva riada: la de los moscovitas culpables. Ahora, visto con más calma, resultaba que los moscovitas que no huyeron ni evacuaron, sino que permanecieron intrépidamente en la capital amenazada y abandonada por sus dirigentes, caían bajo sospecha por este mismo motivo: o lo habían hecho para socavar el prestigio de las autoridades (58-10), o en espera de los alemanes (58-1-a a través del Artículo 19. En Moscú y Leningrado esta riada estuvo dando de comer a los jueces de instrucción hasta 1945).
Como es natural, el Artículo 58-10, los ASA, siguió aplicándose sin interrupción y pesó sobre la retaguardia y el frente durante toda la guerra. Se aplicaba a los evacuados por contar los horrores de la retirada (los periódicos, habían dejado bien claro que ésta se llevaba a cabo de forma programada). Se aplicaba en la retaguardia a los calumniadores por decir que el racionamiento era escaso. Se aplicaba en el frente a los calumniadores por decir que los alemanes tenían buenas armas. En 1942 se aplicó por todas partes a los difamadores por afirmar que en el Leningrado bloqueado la gente se moría de hambre.
Aquel mismo año, después de los descalabros de Kerch (ciento veinte mil prisioneros) y de Jarkov (aún más), en el curso de la gran retirada del sur hacia el Cáucaso y el Volga se bombeó otra muy importante riada de oficiales y soldados que no estaban dispuestos a resistir hasta la muerte y retrocedían sin permiso: aquellos mismos a los que en palabras del inmortal decreto de Stalin n° 227 (julio de 1942) «la Patria no podría perdonar su vergüenza». De todas formas, esta riada no llegó al Gulag: manipulada de manera apresurada por los tribunales de división fue enviada íntegramente a los batallones de castigo y se diluyó sin dejar rastro en la arena roja de las trincheras. Sirvieron de argamasa para los cimientos de la victoria en Stalingrado, mas no entraron en la historia general de Rusia, sino que fueron relegados a la historia particular del alcantarillado.
(Por lo demás, aquí sólo intentamos seguir las riadas que desembocaron en el Gulag desde fuera. El incesante bombeo interno que se produjo en el Gulag, de un depósito a otro, las denominadas
No sería honesto no mencionar también las contrarriadas de la época bélica: los ya mencionados checos, los polacos y los presos comunes puestos en libertad para enviarlos al frente.
A partir de 1943, cuando la guerra cambió a nuestro favor, empezó —y se fue intensificando año a año hasta 1946— una riada multimillonaría procedente de los territorios ocupados y de Europa. Sus dos partes principales fueron:
—los civiles que habían estado bajo dominio alemán o
en Alemania (les echaban diez años con la letra «a»: 58-1-a);
—los militares que habían caído prisioneros (les echaban diez años con la letra «b»: 58-1-b).
Pese a todo, todo ciudadano que estuvo bajo ocupación alemana quería vivir, por tanto no se quedaba de brazos cruzados y, en teoría, por ello podía estarse ganando, junto con el sustento diario, un futuro cuerpo del delito: si no traición a la patria, cuando menos colaboracionismo con el enemigo. Sin embargo, en la práctica bastaba señalar en la serie del pasaporte que esa persona había permanecido en territorio ocupado, porque arrestarlos a todos habría sido económicamente una insensatez, ya que habrían quedado deshabitados grandes espacios. Para despertar la conciencia general era suficiente con encarcelar sólo a un determinado porcentaje: los culpables, los medio culpables, los culpables en un cuarto y aquellos que habían comido del mismo plato que los alemanes.
De todos modos, tan sólo con el uno por ciento de un solo millón tenemos ya una docena de campos rebosantes.
Tampoco debe pensarse que una participación honrada en las organizaciones clandestinas antialemanas pudiera garantizarle a uno que no iba a caer en esa riada. Hubo más de un caso como el del komsomol de Kiev al que la resistencia envió como informador a trabajar en la policía de dicha ciudad. El muchacho informó por honestidad de todo a los komsomoles, pero al llegar los nuestros lo condenaron a diez años, pues dijeron que al servir en la policía tenía que haber adquirido un ánimo hostil y cumplir las órdenes del enemigo.
Más dura y amarga era la condena para quienes habían estado en Europa, aunque fuera en calidad de