Читаем Archipielago Gulag полностью

No olvidemos que este capítulo no pretende en absoluto enumerar todaslas riadas que fertilizaron el Gulag, sino aquellas que tenían un matiz político. Del mismo modo que en un curso de anatomía se puede describir con detalle el sistema circulatorio para después empezar de nuevo y proceder a la descripción del sistema linfático, aquí podríamos retomar, desde 1918 hasta 1953, las riadas tanto de personas detenidas por delitos comunescomo de criminalesprofesionales propiamente dichos. Y esta descripción ocuparía también no poco espacio. Saldrían a la luz muchos decretos famosos, hoy en parte olvidados (aunque nunca derogados), promulgados para proporcionar al insaciable Archipiélago un copioso material humano. Como el decreto sobre el absentismo laboral. Como el decreto sobre la fabricación de productos de mala calidad. Como el de destilación clandestina de aguardiente (su mome más desenfrenado fue en 1922, aunque se aplicó con generosidad durante los años veinte). Como el que castigaba a los koljosianos que no cumplieran la norma obligatoria de jornadas laborales. Como el decreto sobre la militarización de los ferrocarriles (en abril de 1943. ni mucho menos al principio Jila guerra sino cuando se estaba decidiendo a nuestro favor).


Estos decretos aparecían siempre como los más recientes perfeccionamientos legislativos y sin embargo no presentaban ninguna concordancia ni tan sólo tenían en cuenta la legislación anterior. La tarea de conciliar todas estas ramas recaía en los teóricos de la jurisprudencia, pero éstos se ocupaban de ello con tan poca aplicación como éxito.


Entre latido y latido, estos decretos produjeron una imagen distorsionada de la delincuencia, profesional o no, en el país. Daba la impresión de que ni los robos, ni los asesinatos, ni la destilación de aguardiente, ni las violaciones, se cometían en una u otra parte del país, de forma aleatoria y como consecuencia de la debilidad humana, la lujuria o las pasiones desatadas. ¡Ni mucho menos! Por todo el país los crímenes se producían, sorprendentemente, al unísono y con características uniformes. Hoy pululaban por todo el país sólo violadores, mañana asesinos, pasado destiladores, como un eco atento al último decreto gubernamental. ¡Diríase que cada especie criminal se ponía dócilmente a tiro, que estuviera esperando el decreto para desaparecer cuanto antes! Y justo emergía por todas partes aquel crimen que acababa de ser tipificado como más peligroso por nuestra sabia legislación.


El decreto sobre la militarización de los ferrocarriles hizo pasar por los tribunales a multitudes de mujeres campesinas y de adolescentes, la mayoría de los cuales habían trabajado en losferrocarriles en los años de la guerra, pero que, al no haber recibido previamente instrucción militar, eran los que más a menudo llegaban tarde y cometían infracciones. El decreto sobre incumplimiento de la norma obligatoria de jornadas de trabajo simplificaba el destierro de los koljosianos indolentes que querían como pago algo más que los palotes [62]que les ponían frente al nombre. Si antes era preciso para ello un juicio y la aplicación de «contrarrevolución económica», ahora bastaba con una disposición del koljós refrendada por el Comité Ejecutivo del Distrito; además, para los propios koljosianos no podía dejar de ser un alivio que aún siguieran siendo deportados y no se les considerara enemigos del pueblo. (La norma obligatoria de jornadas de trabajo era distinta en cada región. La más favorable era la del Cáucaso —setenta y cinco jornadas— aunque de ahí también partirían muchos para cumplir ocho años en la región dié Krasnoyarsk.)


Sin embargo, en este capítulo no pretendemos un estudio exhaustivo y provechoso de las riadas de comunes, profesionales o no. Pero llegados a 1947, no podemos silenciar uno de los más descomunales decretos de Stalin. Ya tuvimos ocasión, al referirnos a 1932, de mencionar la famosa ley 7/8, o «siete del ocho», una ley que permitió abundantes encarcelamientos, por una espiga, por un pepino, por dos patatas, por una astilla, por un carrete de hilo (aunque en el acta constaba «doscientos metros de material de costura», pues pese a todo les daba vergüenza escribir «un carrete de hilo»), siempre con la pena de diez años.


Pero las exigencias de la época, según las entendía Stalin, iban cambiando, y aquellos diez años que parecían suficientes a la espera de una guerra feroz, tras el «triunfo histórico de alcance universal» parecían una bagatela. Y de nuevo, despreciando el Código u olvidando que ya había en él innumerables artículos y decretos sobre hurtos y robos, se publicó el 4 de junio de 1947 un decreto que los abarcaba a todos y que los presos, sin perder el ánimo, enseguida bautizaron como el decreto «cuatro del seis».


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