Apretó los labios y enderezó su espalda. Sé valiente, se dijo a sí misma, poniendo una mano sobre la mesa de examen para equilibrarse. Además de la mesa, la sala tenía un pequeño fregadero con un armario encima de ella, una mesa bandeja de metal, un taburete rodante, incluso una lámpara de pie. Muy parecido al consultorio de su médico. Y, bueno, había sobrevivido a los exámenes pélvicos antes. A los exámenes de mamas, examen vaginal, espéculos… podía manejar esto.
El Maestro tomó una bata blanca de un gancho en la pared y se encogió de hombros para ponérsela, transformándose en un médico. Viéndose curiosamente bien en este papel.
Un cajón cerrado con llave en el armario contenía tres objetos embalados. Los puso sobre la mesa bandeja. ¿Un espéculo tal vez? Pero ¿qué eran los otros dos?
Tocando su mejilla suavemente con los dedos, le dirigió una mirada caliente, y luego dijo:
– Desnúdate, por favor, y sube a la mesa.
Echó un vistazo a toda la gente, su corazón acobardado al darse cuenta de que todo el mundo estaba mirándola.
El Maestro inclinó la cabeza hacia ella, sus ojos nivelados. Esperando.
Ella le dijo que podía hacer esto, había insistido, y así lo haría.
Con sus dedos temblorosos deshizo los lazos del camisón, tomando una respiración cuando sus pechos quedaron expuestos. Oyó murmullos de la gente afuera de la sala, y apretó la mandíbula. Ella sabía lo que deberían decir. Desnuda era bastante imperfecta, ser gorda y fea lo hacía todo peor.
Su camisón cayó al suelo.
– Detente.
Sus manos se congelaron en el proceso de empujar la tanga hacia abajo.
Se dio cuenta que el Maestro estaba justo en frente de ella. Él acunó su rostro entre las manos, mirándola fijamente en los ojos.
– Jessica, -murmuró en una voz baja que la audiencia no podía escuchar, -eres una mujer hermosa con un cuerpo estupendo. A pesar que puede haber algunos tontos que prefieran a las mujeres flacas, yo no. Hay muchos otros aquí que comparten mi preferencia y adoran un cuerpo como el tuyo.
Él había dicho eso antes, pero ahora, con toda esta gente, podría estar avergonzado de ella.
– ¿Estás seguro? -Susurró.
Sacudiendo la cabeza con evidente exasperación, le apretó la mano contra él, contra una erección dura como una roca.
– Esto es lo que me provoca verte desnuda.
Le gustaba su cuerpo. El fulgor de eso la mantuvo a flote mientras se quitaba la tanga y se subía a la mesa. El cuero estaba frío contra su piel desnuda. Ella miró a la gente apiñada en las ventanas y luego no podía apartar su mirada.
Con una risa malhumorada, el Maestro Z se puso directamente frente de ella, bloqueando su vista.
– Mírame… sólo a mí, -ordenó. Sus ojos se encontraron con los suyos, los de él tan oscuros y grises, entrecerrándose sobre ella, y ella se sintió mejor. Un poquito mejor.
– Así está bien. De hecho, creo que vamos a borrar a esas personas por completo, -murmuró. -Cierra los ojos.
Ella dudó.
Él gruñó.
– Jessica.
Tragó saliva y cumplió. Él puso algo suave sobre sus ojos, atándolo en la parte de atrás… una venda… y sostuvo sus manos con firmeza cuando ella instintivamente se estiró para arrancarla. Después de un minuto, ella recuperó su control y puso las manos en su regazo.
– Acuéstate, pequeña, -dijo, moviéndose a su lado. Un brazo detrás de su espalda y una mano entre sus pechos, la presionó para aplanarla sobre la mesa. Sus piernas colgando fuera del extremo. -¿Estás cómoda?
No, ella no lo estaba, oh, ella realmente no lo estaba. Logró asentir con la cabeza.
Silencio.
Humedeciendo sus labios, susurró:
– Sí, señor.
Él se rió entre dientes.
– Déjame reformular eso para que puedas ser honesta. Además de estar aterrada y avergonzada, ¿te sientes cómoda?
La habitación estaba lo suficientemente caliente, la mesa acolchada.
– Sí, señor.
Él tomó una de sus manos, besó sus nudillos.
– Muy bien, gatito. Estoy muy orgulloso de ti y de lo valiente que estás siendo. Sé que esto no es fácil. -El placer de su elogio duró sólo unos segundos, hasta que él dijo: -Ahora bien, siendo un buen médico, voy a asegurarme de que no te muevas.
Esperando que él pusiera sus pies en los estribos, ella se sorprendió cuando una banda se ciñó a través de su cuerpo, justo debajo de sus pechos, fijando sus brazos a sus costados. Con el corazón palpitante tiró de las restricciones. No podía moverse.
– ¡Señor!
– Shhh, pequeña. -Sus manos se ubicaron sobre sus hombros. -Nada aquí te hará daño. ¿Cuál es tu palabra de seguridad?
Ella podía sentir pequeños temblores subiendo y bajando por todo su cuerpo mientras su respiración se hacía rápida y superficial. Él esperó, sus manos descansando sobre sus hombros, su calidez, su presencia era reconfortante. Él no le haría daño. Ella estaba bien, y era más fuerte que esto. No podía retroceder ahora y decepcionarlo. Logró una respiración más profunda.
– Rojo. Es rojo.
– ¿Confías en mí?
Ella hizo un pequeño asentimiento con la cabeza.
Su mano le ahuecó la mejilla.
– Valiente gatito.