Desde luego, no podía decirse que la habitación de la clínica fuera pequeña. Tenía una bonita ventana que daba a un parque, había una mesita, un pequeño armario y un televisor, y disponía de cuarto de baño privado. De no haber sido por la decoración, con muebles de plástico y metal cromado típicos de hospital, habría parecido la habitación de un hotel de categoría media. Había dejado las dos carpetas con los papeles de las sociedades financieras encima de la mesita, pero tuvo que retirarlas para que le sirviesen la cena; eran las siete. Se notaba el estómago cerrado, y le entraron náuseas ante la idea de cenar tan temprano. A duras penas consiguió comerse una pera. Cuando retiraron los platos, volvió a poner las dos carpetas en la mesita, las abrió y empezó a estudiar los documentos. Fue la primera y la última vez que pudo examinarlos durante los días que estuvo ingresado en la clínica.
Porque los maltratos empezaron a las seis de la mañana del día siguiente, cuando entró la enfermera para abrir la ventana. Estaba despierto desde hacía media hora, pero había preferido quedarse tumbado, pues había despertado muy cansado, como si se hubiera pasado toda la noche caminando cuesta arriba. -¿Podrían traerme un café? -¡¿Un café?! ¿El señor quiere un café o el desayuno completo en la cama? -se burló la enfermera-. Pero ¿usted sabe que tienen que hacerle un montón de análisis o no lo sabe? Y después de los análisis vinieron las radiografías; y después de las radiografías, las resonancias magnéticas; y después de las resonancias magnéticas, los TAC. Y constantes visitas, no sólo embarazosas sino también dolorosas. No tuvo la posibilidad de pensar en nada. Su vida anterior se había borrado de golpe; ahora era sólo una especie de marioneta de carne y hueso que pasaba de mano en mano. A la mañana del cuarto día lo dejaron dormir en paz. Pero a las nueve se presentó De Caro. -Ya he telefoneado al amigo Caruana, que le envía saludos. -Gracias. -No dijo nada más; se limitó a mirar al doctor con expresión inquisitiva. -Estoy acostumbrado a hablar claro con mis pacientes. -Dígame. -No cabe ninguna duda de que hay un tumor en la próstata. El se sorprendió. ¿Qué estaba diciéndole? ¿Un tumor? Estaba a punto de sucumbir al miedo cuando recordó que Tumminello, el vicedirector general cuyo lugar había ocupado él, también había tenido un tumor de próstata; había estado en el hospital, pero después volvió a trabajar tranquilamente hasta que se jubiló tres años después. -¿Qué hay que hacer? -A mi juicio, operar sin pérdida de tiempo. Siempre y cuando usted esté de acuerdo. ¿Qué podía contestar? Estaba más confuso que convencido. Aún no había asimilado las palabras de De Caro. -Si usted lo dice, profesor… -Pues entonces pasado mañana. No se preocupe, no es una operación difícil. Hacemos muchísimas, pura rutina. Dentro de una semana como máximo estará de nuevo en casa.
En casa. Al oír esas palabras recordó que no había llamado a Adele en ningún momento. Y ella tampoco lo había llamado a él. Cogió el móvil y marcó el número de casa. Contestó Giovanni. -La señora no está, señor. Se fue ayer por la mañana. -¿Adonde? -A Taormina, para una convención. ¿Por qué no le había hablado de eso? Una convención se prepara con meses de antelación. Seguro que ella ya estaba decidida a ir la última vez que se habían visto. A lo mejor había una explicación. -Páseme a Daniele. -El señorito ha acompañado a la señora. He ahí la explicación, la que él imaginaba. -¿Cuándo regresan? -Esta tarde. A tiempo para su salida de la clínica, que, sin embargo, ignoraban que se había aplazado. Si no hubiera llamado al criado, no habría sabido nada de aquella excursión porque con toda seguridad ellos no se la habrían comentado. -Giovanni, como todavía voy a quedarme aquí unos cuantos días, necesitaría que me trajera ropa limpia. Tome nota. Así que Adele y Daniele no habían perdido tiempo en aprovechar su ausencia. ¿Por qué le dolía? ¿Por qué se indignaba? ¿Acaso no lo había sabido siempre?