Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Desde el mirador, breve balcón antiguo bajo un alpende de madera aún con artesonados, se ve el río, y es un inmenso mar lo que los ojos alcanzan entre radio y radio, desde el trazo rojo del puente hasta los rasos fangales de Pancas y de Alcochete. Una neblina fría tapa el horizonte, lo aproxima casi al alcance de la mano, la ciudad visible está reducida a este lado, con la catedral abajo, mediada la ladera, y en escalones los tejados de las casas, descendiendo hasta el agua parda, turbia, donde una fugitiva estela blanca se abre cuando un barco rápido pasa, otros hay que navegan difícilmente, pesados, como si estuvieran luchando contra una corriente de mercurio, comparación ésta que resultaría más apropiada para la noche, no ahora. Raimundo Silva se levantó menos temprano de lo que suele, había trabajado hasta avanzada la noche, una velada larga, arrastrada, y cuando, de mañana, abrió la ventana, le golpeó en la cara la niebla, más cerrada de la que vemos a esta hora, mediodía, cuando el tiempo va a tener que decidir si carga o alivia, de acuerdo con el dicho popular. Entonces las torres de la catedral no eran más que un borrón apagado, de Lisboa poco más había que un rumor de voces y de sones indefinidos, el marco de la ventana, el primer tejado, un automóvil por la calle. El almuédano, ciego, había gritado al espacio de una mañana luminosa, arrebolada, y luego azul, el color del aire entre la tierra que aquí está y el cielo que nos cubre, si quisiéramos creer en los insuficientes ojos con que vinimos al mundo, pero el corrector, que hoy casi tan ciego se ve como él, sólo rezongó, con el malhumor de quien, habiendo dormido mal, anduviese en trabajosos sueños de cerco, montantes, alfanjes y hondas baleares, irritado, al despertar, por no lograr acordarse de cómo estaban hechas las tales máquinas de guerra, de las hondas hablamos, y hablaríamos de las profundas conversaciones de quienes habitaban el sueño, pero no caigamos en la tentación de anticipar los hechos, ahora sólo debemos lamentar la oportunidad perdida de saber al fin qué máquinas eran las dichas hondas, cómo se armaban y disparaban, porque no es tan extraño que se revelen en los sueños grandes misterios, y entre ellos no incluimos el número de la lotería, banalidad suprema e indigna de cualquier soñador que se respete. Aún en la cama, Raimundo Silva, perplejo, se preguntaba por qué razón insistía en pensar en hondas baleares, o fundíbulos, como también se diría, acertando por igual, Baleares no debe tener nada que ver con las islas del mismo nombre, vendrá de balas, y balas sabemos qué son, proyectiles, piedras que las máquinas tirarían contra los muros y por encima de ellos, para caer sobre las casas y la gente de dentro, despavorida, pero balas no es palabra de aquel tiempo, las palabras no pueden ser livianamente transportadas de aquí para allá y de allá para aquí, cuidado, aparece luego alguien que dice, No entiendo. Se adormeció, estuvo así diez minutos, y al despertar de nuevo, ahora lúcido, alejó del pensamiento las máquinas que se empeñaban en volver y dejó que las imágenes de las espadas y de las cimitarras ocuparan peligrosamente su espíritu, sonrió en la penumbra del cuarto porque bien sabía que se trataba de evidentes símbolos fálicos, cierto es que atraídos al sueño por la Historia del Cerco de Lisboa, pero en sí enraizados, quién lo duda, si armas de punta y filo tienen raíces, clavadas, sí, estarán, bastaba mirar la cama vacía a su lado para entenderlo todo. Tendido de espaldas, cruzó los brazos sobre los ojos, murmuró sin ninguna originalidad, Un día más, no había oído al almuédano, cómo se las arreglaría en esa religión un moro sordo para no faltar a las oraciones, sobre todo a las de la mañana, seguro que pediría a un vecino, En nombre de Alá, llama a la puerta con fuerza y no pares de golpear hasta que abra. La virtud no es tan fácil como el vicio, pero puede ser ayudada.

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