Sabemos que hay mucho más que esto, el cuarto de baño, hasta hace unas semanas también laboratorio de cosmética, la cocina, de las tostadas y de la comida repetitiva y frugal, el despacho, donde ahora mismo estábamos, la sala de estar, inhóspita y abandonada, esta puerta que da al dormitorio. Con la mano en el pomo, Raimundo Silva parece vacilar antes de abrirla, lo retiene una especie de respeto supersticioso, decididamente es un hombre de otros tiempos, y teme ofender el pudor de una mujer poniéndole delante de los ojos la libidinosa visión de la cama, aunque haya sido ella quien le ha pedido, Muéstreme su casa, lo que nos permite suponer que sabía muy bien lo que la esperaba. Al fin se abre la puerta, es el dormitorio con sus caobas excesivas, y enfrente, todo a lo ancho, la cama, la colcha blanca, gruesa, debajo de la almohada el embozo de la sábana, inmaculado, hay una luz que se filtra por la ventana y suaviza los contornos de las cosas, y también un silencio que parece respirar. Estamos en abril, las tardes son largas ya, los días se prolongan, será por eso por lo que Raimundo Silva no enciende la luz, también para que no se eche a perder esta penumbra apenas iniciada, que, a su vez, lo desasosiega, no irá María Sara a pensar mal de sus intenciones, lo sabemos de sobra, por experiencia y por oírlo contar, como tantas veces se llega al deslumbramiento por el camino de una oscuridad, en el corazón profundo de la oscuridad. María Sara vio inmediatamente las dos rosas en el solitario, sobre la pequeña mesa al lado de la ventana, y las hojas de papel, una medio escrita en el centro, a la izquierda una pequeña rima, ahora debía Raimundo Silva encender aquella lámpara para crear efecto y atmósfera, pero no lo hizo, se acercó a un lado, casi a los pies de la cama, como si quisiera esconderla, y esperaba las palabras, temblaba al no poder adivinar qué palabras iban a ser dichas, no pensaba en gestos, en actos, sólo en palabras, aquí, en este cuarto.