En los dos días siguientes, María Sara y Raimundo Silva hablaron mucho por teléfono, repitiendo algo de lo que ya antes habían dicho, maravillándose a veces con lo que de nuevo iban encontrando y buscando las mejores palabras para expresarlo de modo diferente, proeza prácticamente imposible, como se sabe. Fue en la tarde del segundo día cuando María Sara anunció, Mañana voy a trabajar, saldré una hora antes y paso por su casa. A partir de este momento, Raimundo Silva empezó a confirmar todo cuanto se afirma sobre el carácter infantil de los hombres, inquieto como si sintiera la necesidad de expulsar de sí una sobrecarga de energía, impaciente por el hecho de que el tiempo sea la más vagarosa de las cosas de este mundo, caprichoso también, o antipático, como mentalmente le llamó la señora María, al ver confundida la rutina de sus servicios de limpieza y ordenación por las exigencias absolutamente absurdas de un hombre normalmente acomodaticio. La primera sospecha de ella, la de que había moros en la costa, manifestada cuando vio la rosa en el solitario, y que se convirtió en casi certeza, aunque certeza sin objeto, cuando las rosas pasaron a ser dos, se transformaba ahora en convicción firme ante el alboroto, por así decir impropio, de quien llegó incluso a exhibir un dedo índice sucio de polvo recogido en una moldura de la puerta, repitiendo así la desagradable tradición de las amas de casa maníacas de la higiene. Raimundo Silva sólo empezó a entender que debía dominrse cuando la señora María, provocativa, le preguntó, Quiere que cambie hoy las sábanas o espero hasta el viernes como de costumbre. Infantiles, los hombres son también transparentes. Menos mal que Raimundo Silva no estaba en aquel momento en el dormitorio, así la señora María no llegó a verlo tan aturdido, aunque a ella le bastaba, como confirmación de haber dado en el blanco, el afligido temblor de voz que su oído finísimo identificó, No veo motivo para alterar los hábitos de la casa, frase que no llegó a engañarla y que acabó por despertar en él otra inquietud, vaga, sinuosa, que intentaba repeler las únicas palabras con las que lealmente se expresaría, demasiado crudas para ser recibidas en su monólogo interior, Estarán las sábanas lo bastante limpias si acabamos en la cama, y no sabe qué responder, oye a la señora María que dice, chocarrera en su punto justo, ni más ni menos, Creí que querría que se las cambiara, y se calla cobardemente, si ella cambia las sábanas, que lo haga por su cuenta, será el destino quien decida. Sólo cuando la asistenta se vaya irá él a comprobar, y ve entonces que ha puesto las sábanas limpias, pese a todo la señora María es misericordiosa, pero él no acaba de decidirse entre quedar satisfecho o contrariado. Qué complicada es la vida.