Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

La lluvia no ha disminuido. En la puerta del edificio de la editorial, Raimundo Silva, de mal humor, miraba el cielo entre las ramas de los árboles, pero el cielo era una nube pesada, única, sin aberturas de azul, y la lluvia caía con una regularidad irritante, ni más ni menos. No vamos a tener otro día, murmuró, repitiendo un dicho antiguo de gente habituada a meteorologías prácticas, pero en el que no se debe creer completamente, porque después de aquel día otros vendrán, y para Raimundo Silva éste no es ciertamente el último. Mientras esperaba el improbable alivio de los meteoros, iban Saliendo empleados a comer, pasaba de la una, la charla había sido demorada. Pensó que no le gustaría ver aparecer a Costa, tener que hablar con él, oírle, soportar su mirada recriminatoria, y en este instante descubrió que aún menos quería ver a otra persona, a la doctora María Sara, que es posible que esté bajando ya en el ascensor, y que, viéndolo parado en la puerta, puede creer que se ha quedado a propósito, con el pretexto de la lluvia, para poder continuar la charla en otro ambiente, en un restaurante, por ejemplo, al que él la invitaría, o hipótesis aún más aterradora, que ella se ofrezca a llevarlo en coche, a casa, en actitud humanitaria y generosa, vista la lluvia que cae incesante, de ninguna manera, no es ninguna molestia, entre, entre que se está poniendo perdido. Claro que Raimundo Silva no sabe si la doctora María Sara tiene coche, pero las probabilidades de que lo tenga son muchas, su aire no engaña, es persona moderna y expeditiva, basta observar sus gestos metódicos, medidos, gestos de quien sabe manejar la caja de cambios en el segundo exacto y que se ha habituado, con una mirada rápida, a valorar distancias y espacios de maniobra. Oyó detenerse el ascensor y miró rápidamente hacia atrás, era el director literario que aguantaba la puerta para que pasara la doctora María Sara, venían los dos hablando animadamente, no había nadie más en el ascensor, entonces Raimundo Silva se metió el libro entre la chaqueta y la camisa, fue un reflejo de protección, y, abriendo bruscamente el paraguas, se deslizó rozando las casas, encogido como un perro ahuyentado a pedradas, su cuerpo era eso mismo, un perro que huye, con el rabo entre las piernas, Seguro que van a comer juntos, pensó. Retuvo el pensamiento mientras bajaba la calle, luego se examinó a sí mismo para entender la razón de aquel pensamiento, pero sólo encontró un muro blanco, sin inscripciones, él mismo un interrogante.

Para llegar a casa utilizó dos autobuses y un tranvía, ninguno de ellos lo dejaba a la puerta, daro está, pero no tenía otra manera de acercarse, taxis libres ni uno. De todos modos, la lluvia no le ahorró la mojadura, en definitiva no se moja uno más cayendo al mar océano que al río de nuestra aldea, quiere esto decir que si Raimundo Silva hubiera hecho todo el camino a pie no se mojaría más de lo que está, hecho una sopa. Durante el trayecto, pasó por un momento poco agradable, o casi terrible, si preferimos dramatizar la situación, cuando fantaseó con la doctora María Sara en el restaurante, contándole al director literario la jocosa historia del corrector, Entonces le dije que escribiese un libro y él se quedó desconcertado con la idea, y más aún, me respondió que la historia del No del Cerco de Lisboa había sido consecuencia de una perturbación mental, imagínate, Es cómico ese hombre, siempre con esa cara de palo, pero es competente en el trabajo, hay que reconocerlo, y el director literario, tras cometer, con notable franquía, este acto de caridad y de justicia, da el asunto por terminado y pasa a lo que más le interesa, Oye, María Sara, y si cenásemos un día de éstos, podíamos ir luego a cualquier lado, a bailar, a tomar una copa. Al doblar la esquina, un traidor golpe de viento volvió el paraguas, todo el agua que del cielo caía fue a dar contra la cara de Raimundo Silva, y el viento era ciclón, maelström, huracán, fue cosa de pocos segundos, pero de agónica desesperación, a salvo sólo el libro entre la chaqueta y la camisa. Pasó el remolino, volvió la calma, y el paraguas, pese a llevar ahora una varilla estropeada, pudo volver a cumplir con su función, verdad es que más simbólica que efectiva, No, pensó Raimundo Silva, y se quedó en esta palabra, luego no sabremos si fue de ésta de la que se sirvió la doctora María Sara para responder a la invitación del director literario, o si es este hombre que va subiendo las Escadinhas de San Crispim, donde no ve ni rastro del perro vagabundo, finalmente no cree que pueda haber en el mundo gente tan despiadada que ose burlarse así de un pobre corrector indefenso. Sin contar con que, posiblemente, la doctora María Sara irá a almorzar a su casa.

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