Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Tan largo rodeo, convertido en irresistible por esa manera que las palabras tienen de tirar unas de otras, de manera que parecen no hacer más que seguir el deseo de quien finalmente tendrá que responder por ellas, pero llevándolo al engaño, a punto de dejar, cuántas veces, la punta de la narración abandonada en un lugar sin nombre y sin historia, el puro discurso sin causa ni objetivo, cuya fluctuación precisamente lo irá a convertir en apto para servir como escenario o aderezo de no importa qué drama o ficción, este rodeo, que empezó por indagar sobre horas de sueño y horas de vigilia para acabar en gastada reflexión sobre la cortedad de las vidas y la longevidad de las esperanzas, este rodeo, acabemos, encontrará la justificación si, súbitamente, nos preguntásemos cuántas veces, a lo largo de la vida, va una persona a la ventana, cuántos días, semanas y meses allí ha pasado, y por qué. Generalmente, lo hacemos para saber cómo está el tiempo, para estudiar el cielo, para acompañar a las nubes, para devaneos con la luna, para responder a quien llamó, para observar a la vecindad, y también incluso para ocupar los ojos distrayéndolos, mientras el pensamiento acompaña las imágenes en su discurrir, nacidas como nacen las palabras, así. Son miradas, son momentos, y largas contemplaciones de lo que no llega a ser mirado, una pared lisa y ciega, una ciudad, el río ceniciento o el agua que cae de los aleros.

Raimundo Silva no abrió la ventana, mira por detrás de los cristales, y sostiene en sus manos el libro, abierto por la página falsa, como se dice que falsa es la moneda acuñada por quien para tal cosa no tenía legitimidad. Resuena la lluvia sordamente en el cinc del alpende, y él no la oye, puesto que, diríamos nosotros buscando comparación apropiada a las circunstancias, es como un rumor aún lejano de cabalgada, un batir de cascos en tierra blanda y húmeda, un remansarse las aguas en los charcos, extraño suceso éste, si en invierno siempre se sucedían las guerras, qué sería de los hombres de a caballo, poco arropados por debajo de lorigas y cotas de malla, con la lluvia entrándoles por rendijas, hendiduras e intersticios, y de la tropa de a pie ni hablamos, descalza en el barro o poco menos, y con las manos tan engarabitadas de frío que apenas pueden sostener las armas diminutas con las que vienen a conquistar Lisboa, qué idea la del rey, venir a la guerra con este tiempo, Pero el cerco fue en verano, murmuró Raimundo Silva. La lluvia en el cobertizo se había vuelto audible pese a caer con menos fuerza, el chapotear de los caballos se va alejando, irán a recogerse a sus cuarteles. Con un movimiento rápido, inesperado en persona habitualmente tan sobria de gestos, Raimundo Silva abrió la ventana de par en par, algunas gotas le salpicaron la cara, el libro no, porque lo había protegido, y la misma impresión de fuerza plena y desbordante se apoderó de su cuerpo y de su espíritu, ésta es la ciudad que fue cercada, las murallas descienden por allí hasta el mar, que siendo tan ancho el río bien merece tal nombre, y luego suben, empinadas, hasta donde no alcanzamos a ver, ésta es la mora Lisboa, si no fuese porque es pardusco el aire de este día de invierno, distinguiríamos mejor los olivares de la ladera que baja hacia el estero, y los de la otra margen, ahora invisibles como si los cubriera una nube de humo. Raimundo Silva miró y volvió a mirar, el universo murmura bajo la lluvia, Dios mío, qué dulce y suave tristeza, y que no nos falte nunca, ni siquiera en las horas de alegría.


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