Cambiado de ropa, más o menos seco, Raimundo Silva preparó la comida, coció unas patatas para componer el plato de atún en conserva por el que acabó de decidirse tras un examen de las alternativas, escasas, y, adobando esa frugalidad con el acostumbrado plato de potaje, se sintió bastante reconfortado y restaurado de energías. Mientras comía, tropezó en su espíritu con una curiosa impresión de extrañeza, como si, experiencia sólo imaginaria, hubiera acabado de llegar de un largo y demorado viaje por tierras distantes y otras civilizaciones. Obviamente, en existencia tan poco dada a aventuras, cualquier novedad, insignificante para otros, puede pasar por revolucionaria, aunque, para proponer sólo este reciente ejemplo, su memorable atrevimiento contra el texto casi sagrado de la Historia del Cerco de Lisboa no le había causado un efecto que ni de lejos se le pareciera, ahora la casa está como si fuera pertenencia de otra persona, y él un extraño, hasta el olor es otro, y los muebles están como fuera de lugar o deformados por una perspectiva regida por leyes distintas. Preparó un café muy caliente, como era costumbre en él, y con el platillo y la taza en la mano, sorbiendo a traguitos recorrió la casa para sentirla otra vez suya, empezó por el cuarto de baño, donde habían quedado vestigios de la operación de tintorería a que se había sometido, sin adivinar que acabaría avergonzándose de ella, después la salita de estar donde casi nunca estaba, con la televisión, la mesa baja, un diván, un pequeño sillón y una estantería de puertas acristaladas, y luego el despacho, que le restituyó la familiaridad de lo que fue mil veces visto y tocado, y finalmente el dormitorio, la cama de caoba antigua, el ropero de la misma madera, la mesita de noche, muebles nacidos para mayores paredes y aquí contrahechos, encogiendo el espacio. Sobre la cama, donde lo había tirado al entrar, está el libro, último mohicano de la diezmada tribu, refugiado en la Rua do Milagre de Santo António por inexplicable deferencia de la doctora María Sara, inexplicable, se dice, que no es bastante haber propuesto, Escriba un libro, sólo por ironía, que una complicidad, por lo que tiene de íntimo, no tiene sentido aquí, a no ser que la doctora quiera sólo ver hasta qué punto es él capaz de llegar en los caminos de la locura, una vez que fue él mismo quien habló de perturbación mental. Raimundo Silva posó el platillo y la taza en la mesita de noche, Quién sabe si no será un síntoma esta impresión de extrañeza, como si no fuese mía la casa o no perteneciera yo a este lugar y a estas cosas, la pregunta quedó en suspenso, sin respuesta, como todas las que así comienzan, Quién sabe. Tomó el libro, la ilustración de la cubierta era realmente imitación de una miniatura antigua, francesa o alemana, y en ese instante, borrando todo lo demás, le invadió una sensación de plenitud, de fuerza, tenía en las manos algo que era exclusivamente suyo, cierto es que desdeñado por los otros, pero por esa misma razón, Quién sabe, aún más estimado, al final este libro no tiene quien lo quiera y este hombre no tiene, para querer, más que este libro.
Un tercio de nuestras cortas vidas lo pasamos durmiendo, no hay quien lo ignore, y tanto que basta tener ojos para nuestra propia experiencia, entre el acostarse y el levantarse las cuentas son fáciles de hacer, descontando los insomnios quien de ellos sufra, y, en general, el tiempo gastado en ejercicios nocturnos del arte amatorio, aún y siempre estimados y practicados en las dichas horas muertas, pese a la creciente divulgación de los horarios flexibles que, en éste y otros particulares, parecen encaminarnos finalmente a la realización de los dorados sueños de la anarquía, es decir, aquella edad apetecida en la que podrá cada quien hacer lo que le dé la real gana, con la única condición, elemental, de no herir o limitar la real gana de sus prójimos. Sí, no hay nada más simple, pero el hecho de que hasta hoy no hayamos conseguido siquiera identificar con perdurable certeza a nuestros prójimos entre la multitud de los ajenos, viene a demostrar, si preciso fuera, lo que por tradición sabíamos, que la dificultad de realizar lo sencillo sobrepasa en complejidad a todo oficio o técnica, o, en otras palabras, es menos dificultoso concebir, crear, construir y manipular un cerebro electrónico que encontrar en el nuestro propio la simple manera de ser feliz. Sin embargo, tras el tiempo, tiempo viene, decía el otro, y la esperanza es siempre lo último que se pierde. Desgraciadamente, somos nosotros los que podemos empezar a perderla desde ahora mismo, porque el tiempo que aún falta para la felicidad universal se cuenta por astronómicas medidas, y esta generación no aspira a vivir tanto, aparte de ser patente que se está desanimando mucho.