Ciertos autores, quizá por adquirida convicción o complexión espiritual naturalmente poco aficionada a pacientes indagaciones, aborrecen la evidencia de no ser siempre lineal y explícita la relación entre lo que llamamos causa y lo que, por venir después, llamamos efecto. Alegan ésos, y no hay que negarles razón, que desde que el mundo es mundo, pese a que ignoremos cuándo comenzó, nunca se ha visto un efecto que no tuviera su causa, y que toda causa, sea por predestinación o simple acción mecánica, ocasionó y ocasionará efectos, los cuales, punto importante, se producen instantáneamente, aunque el tránsito de la causa al efecto haya escapado a la percepción del observador y sólo mucho tiempo después logre ser aproximadamente reconstituido. Yendo más lejos, con temerario riesgo, sustentan dichos autores que todas las causas hoy visibles y reconocibles han producido ya sus efectos, no teniendo nosotros más que esperar que ellos se manifiesten, también, que todos los efectos, manifestados o por manifestar, tienen sus ineluctables causalidades, aunque las múltiples insuficiencias de que padecemos nos hayan impedido identificarlas en términos de con ellos establecer la necesaria relación, no siempre lineal, ni siempre explícita, como comenzó por ser dicho. Hablando ahora como toda la gente, y antes de que tan laboriosos raciocinios nos empujen hacia problemas más arduos, como la prueba por la contingencia del mundo de Leibniz o la prueba cosmológica de Kant, con lo que de lleno nos encontraríamos preguntando a Dios si existe realmente o si anduvo confundiéndonos con vaguedades indignas de un ser superior que todo debería hacer y decir por lo claro, lo que esos autores proclaman es que no vale la pena que nos preocupemos con el día de mañana, porque, de cierta manera, o de manera cierta, todo cuanto acontezca ha acontecido ya, contradicción sólo aparente, como quedó demostrado, pues si no se puede hacer volver la piedra a la mano que la lanzó, tampoco escapamos nosotros del golpe y de la herida si fue buena la puntería y por desatención o inadvertencia del peligro no nos desviamos a tiempo. En fin, vivir no es sólo difícil, es casi imposible, mayormente en aquellos casos en que, no estando la causa a la vista, nos esté interpelando el efecto, si aún ese nombre le basta, reclamando que lo expliquemos en sus fundamentos y orígenes, y también como causa que ya ha empezado a ser, puesto que, como nadie ignora, en toda esta contradanza es a nosotros a quien compete encontrar sentidos y definiciones, cuando lo que nos apetecería sería cerrar sosegadamente los ojos y dejar correr un mundo que mucho más nos viene gobernando de lo que se deja, él, gobernar. Si tal sucede, es decir, si ante los ojos tenemos lo que, por toda señal y representación, tiene visos de efecto, y de él no percibimos una causa inmediata o próxima, el remedio está en contemporizar, en dar tiempo al tiempo, ya que la especie humana, sobre la cual, recordémoslo, aunque parezca venir a despropósito, no se conoce otra opinión que la que ella tiene de sí misma, está destinada a esperar infinitamente los efectos y a buscar infinitamente las causas, al menos eso es lo que, hasta hoy, infinitamente ha hecho.
Esta conclusión que tiene tanto de suspensiva como de providencial, nos permite, por hábil mudanza del plano narrativo, regresar al corrector Raimundo Silva en el momento preciso en que está ejecutando un acto de cuyos motivos no hemos podido enterarnos, entretenidos como estábamos en el enjundioso examen general de las causas y de los efectos, afortunadamente interrumpido cuando empezaba a deslizarse hacia ontológicas y paralizantes angustias. Ese acto es, como todos, un efecto, pero su causa, quién sabe si oscura para el propio Raimundo Silva, nos parece impenetrable, pues no se comprende, teniendo en cuenta los datos conocidos, por qué está este hombre vaciando en el fregadero de la cocina la benemérita loción restauradora con que había mitigado los estragos del tiempo. De hecho, y a falta de una explicación que sólo él mismo pertinentemente podría dar, y no queriendo arriesgarnos a hipótesis y suposiciones, que no pasarían de juicios temerarios y poco cautelosos, resulta imposible establecer aquella deseada y tranquilizadora relación directa que haría de cualquier humana vida un encadenamiento irresistible de hechos lógicos, todos perfectamente trabados, con sus puntos de apoyo y calculadas flechas. Contentémonos, al menos por ahora, con saber que Raimundo Silva, en la mañana siguiente a la de su ida a la editorial, y tras una noche de insomnio, entró en su despacho, agarró el escondido frasco de tinte capilar y, después de un brevísimo instante, lugar para la última vacilación, lo vertió entero en la pila de fregar, haciendo en seguida correr aguas abundantes que en menos de un minuto hicieron desaparecer de la faz de la tierra, literalmente, al artificioso líquido malamente denominado Fuente de Juvencia.