Vamos a ver. Una primera hipótesis podría ser el clima, pero ésa inmediatamente cae por su base, no se sustenta, pues es sabido que los extranjeros, sin excepción, adoran este rico sol, estas brisas suaves, este cielo de incomparable azul, basta reparar que estamos a finales de junio, ayer fue día de San Pedro, y eran una gloria ciudad y río, dudándose en todo caso si bajo la mirada del Dios de los cristianos o del Alá de los moros, si es que no estaban juntos gozando del espectáculo y cruzando apuestas. La segunda hipótesis pudiera ser, por ejemplo, una aridez de la tierra, una sequedad de los lugares, una desolación de los horizontes, pero disparate así sólo podría concebirse en cabeza de quien no conociera Lisboa y su término, un vergel en el que se regala cualquier alma de bien, véanse todas estas huertas que se extienden por las márgenes del brillante estuario que avanza tierra adentro, en esta Baixa acunada entre la colina donde se asienta la ciudad y la otra, frontera, del lado de poniente, manifestación perfecta de que para hortalizas en general no hay manos mejores que las de los moros. Tercera hipótesis, y última, para resumir, sería que surgiera por aquí una fatal pestilencia como las que de tiempo en tiempo barren de muerte a estos pueblos de Europa y adyacentes, sin excepción de los cruzados, que por algunos simples casos endémicos no sería caso de que cunda el pánico, las personas se acostumbran a todo, es como vivir inquieto agarrado a las faldas de un volcán, en fin, son comparaciones disparatadas, que ésta no es tierra de terremotos, lo sabremos mejor dentro de seiscientos y pico de años. Quedan ahí tres hipótesis, y ninguna plausible. Así que, por mucho que nos cueste aceptarlo, la razón, la causa, el origen, el motivo, el porqué tienen que ser buscados, y quizá encontrados, en el discurso del rey. Ahí y sólo ahí.
Volverá Raimundo Silva a las primeras páginas del libro, retornará la ya comentada arenga para leerla en sus entretelas, limpiada de excrecencias, adornos y proliferaciones hasta dejarla reducida al tronco y a las pernadas principales, y entonces, con un salto acrobático, en un esfuerzo de identificación con la mentalidad de gentes con tales nombres, orígenes y atributos, sentir manifestarse en sí mismo una cólera, una indignación, un desagrado que lo lleven a decir, terminante, Señor rey, nosotros no nos quedamos aquí, pese a este buen sol que tienen, a estas vegas fertilísimas, a estos límpidos aires, a este río tan hermoso donde saltan las sardinas, quédese vuestra merced y que buen provecho le haga, adiós. A Raimundo Silva, leyendo y volviendo a leer, le pareció que el busilis de la cuestión podría estar en aquel trozo del discurso en el que Don Afonso Henriques, lengua, como ya observamos de un habla que no era exclusivamente suya, intenta convencer a los cruzados para que hagan la operación por lo más barato, diciéndoles, se supone que con expresión inocente, De una cosa, sin embargo, estamos ciertos, y es que vuestra piedad os invitará más a este trabajo y al deseo de realizar tan gran hecho que lo que pudiera atraeros la promesa de nuestro dinero y recompensa. Esto oí yo, cruzado Raimundo Silva, lo oyeron mis oídos, y asombrado quedé de que rey tan cristiano no hubiera aprendido la divina palabra, aquella que por su mismo oficio debería habérsele convertido en indeclinable principio político, Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César, que, aplicada al cuento, significa que el rey de Portugal no tiene por qué andar mezclando ajos con rastrojos, una cosa será que yo ayude a Dios y otra cosa es que me paguen bien en esta tierra por ése y todos los demás servicios, sobre todo habiendo peligro de dejar la piel en la empresa, y no sólo la piel, sino también todo lo que ella lleva dentro. Claro que hay contradicción evidente entre este pasaje del discurso real y aquel otro, algo anterior, cuando dice que se considera sujeto a vuestro dominio, de los cruzados, entiéndase, todo lo que nuestra tierra posee, pero no es de excluir la posibilidad de que se trate de una fórmula de cortesía usada en aquellos tiempos, que ninguna persona bien educada se atrevería a tomar al pie de la letra, tal como hoy cuando decimos a alguien a quien acabamos de conocer, Estamos enteramente a su disposición, imagínese si nos pillan la palabra y nos convierten en un mandado.