Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Hace meses que Raimundo Silva no entra en el castillo, pero ahora va allí, acaba de decidirlo, aunque piense que, en definitiva, para eso salió de casa, o si no no se le habría ocurrido tan naturalmente la idea, su espíritu, recordemos, mostró un sentimiento de invencible repugnancia, de invencible resistencia a entrar en la cocina, pero lo hizo para llevarlo mejor al engaño, temió que a la sugerencia, Vamos al castillo, respondiera él de malos modos, Para hacer qué, y precisamente eso era lo que el espíritu o no sabía o no podía confesar. El viento sopla en ráfagas violentas, el pelo del corrector se agita en un remolino, los faldones de la gabardina restallan como sábanas mojadas. Es un disparate ir al castillo con un tiempo así, subir a las torres desabrigadas, puede incluso caerse en alguna de aquellas escaleras sin barandal, la ventaja es que no haya nadie, se puede disfrutar del sitio sin testigos, ver la ciudad, Raimundo Silva quiere ver la ciudad, aún no sabe para qué. La gran explanada está desierta, el suelo inundado de charcos que el viento empuja en minúsculas ondas, y los árboles gimen con las sacudidas del vendaval, esto es casi un ciclón, autorícese la exageración de esta expresión en ciudad que en el año mil novecientos cuarenta y uno sufrió los aun así más modestos efectos de una cola de tifón y todavía hoy habla de eso para quejarse de los perjuicios, como de aquí a cien años aún se quejará de que le haya ardido el Chiado. Raimundo Silva se acerca al muro, mira hacia abajo y a lo lejos, los tejados, las regiones superiores de las fachadas y de los aleros, a la izquierda el río sucio de barro, el arco triunfal de la Rua Augusta, la confusión de las calles cuadriculadas, un rincón u otro de una plaza, las ruinas del Carmo, las otras que quedaron del incendio. No permanece allí mucho tiempo, y no es porque le moleste demasiado el viento, oscuramente sabe que este su insólito paseo tiene un objetivo, no vino aquí para contemplar las torres de las Amoreiras, ya fue pesadilla suficiente que se le hayan aparecido en sueños. Entró en el castillo, siempre le sorprende que sea tan pequeño, una cosa que parece de juguete, como un lego, o un mecano. Los muros altos reducen el ímpetu mayor de la ventolera, la dividen en múltiples y contrarias corrientes que se engolfan por patios y pasajes. Raimundo Silva conoce los caminos, va a subir a la muralla por el lado de San Vicente, ver desde allí la disposición de los terrenos. Y allí está, el cabezo de la Graça, enfrentado a la torre más alta, y el rebaje hacia el Campo de Santa Clara, donde asentó acampada Don Afonso Henriques con sus soldados, que nuestros fueron, primeros padres de la nacionalidad, puesto que sus antepasados, por haber nacido demasiado pronto, portugueses no pudieron ser. Éste es un punto de genealogía que en general no merece consideración, averiguar lo que, no teniendo ninguna importancia, dio vida, lugar y ocasión a la importancia que pasó a tener lo que decimos que es importante.

No fue allí el encuentro de los cruzados con el rey, habrá sido allá abajo, al otro lado del estuario, pero lo que Raimundo Silva busca, si la expresión tiene sentido, es una impresión de tangibilidad visual, algo que no sabría definir, que, por ejemplo, podría haber hecho de él ahora mismo un soldado moro mirando las siluetas de los enemigos y el brillo de las espadas, pero que, en este caso, por un escondido camino mental, espera recibir, en demostrativa evidencia, el dato que al relato le falta, es decir, la causa indiscutible de que se marcharan los cruzados después de su rotundo No. El viento empuja y vuelve a empujar a Raimundo Silva, lo obliga a agarrarse a las almenas para mantener el equilibrio. En un momento dado, el corrector experimenta una sensación fuerte de ridículo, tiene consciencia de su postura escénica, mejor dicho, cinematográfica, la gabardina es manto medieval, el pelo suelto plumas, y el viento no es viento, sino corriente de aire producida por una máquina. Y es en ese preciso instante, cuando de una cierta manera se volvió inocente e indefenso por la ironía contra sí mismo dirigida, surgió en su espíritu, finalmente claro y también irónico, el motivo tan buscado, la razón del No, la justificación última e irrefutable de su atentado contra las históricas verdades. Ahora Raimundo Silva sabe por qué se negaron los cruzados a auxiliar a los portugueses a cercar y tomar la ciudad, y va a volver a casa para escribir la Historia del Cerco de Lisboa.


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