Читаем Historia del cerco de Lisboa полностью

Se decidió y salió. La gabardina aún estaba húmeda del chaparrón de la víspera, ponérsela le dio un estremecimiento, como si estuviera vistiéndose la piel de un animal muerto, sobre todo le molestaban los puños y el cuello, lo que debería tener era un buen abrigo para ocasiones como ésta, no es un lujo, es una necesidad, entonces quiso recordar cómo iba vestida la doctora María Sara, si con chaqueta ancha o con gabardina, cuando salió del ascensor con el director literario, y no lo consiguió, cómo iba a haberse fijado si salió huyendo en aquel mismo instante. No era ésa la primera vez que pensó en la doctora María Sara durante aquella mañana, pero ella se había comportado como una especie de vigilante, sentada en cualquier lugar de su pensamiento, observándolo. Ahora era alguien que se movía, que salía de un ascensor conversando, bajo la gabardina o el chaquetón llevaba una falda de tela gruesa y ceñida, y una blusa, o un chemisier, qué más da el nombre, tan francesa es una palabra como la otra, de un color indefinible, no, indefinible no, porque Raimundo Silva ya le ha encontrado el tono exacto, blanco-mañana, que no existe en la naturaleza realmente, tan diferentes entre sí son las mañanas iguales, pero que cualquier persona, queriéndolo, puede inventar para su propio uso y gusto, hasta el almuédano ciego, si ciego no vino del vientre de su madre mora.

En la confitería A Graciosa no servían copas de vino. Raimundo Silva tuvo que empujar el emparedado con una cerveza, poco agradable en este tiempo frío, pero que, remotamente, acababa por producir en el cuerpo un efecto semejante, una confortable lasitud interna. Un hombre ya mayor, con el pelo todo blanco, aire de jubilado, leía el periódico en una mesa próxima. No tenía prisa, seguramente almorzó en casa y vino luego a instalarse aquí para tomar un café y leer el periódico que el propietario del establecimiento, de acuerdo aún con una antigua tradición lisboeta, ponía al servicio de los parroquianos. Pero lo que atraía la atención de Raimundo Silva eran suscabellos blancos, qué nombre habría que dar a este tono de blanco, podría decir, por antítesis, blanco-crepúsculo, o de tarde, claro, teniendo en cuenta la avanzada edad del sujeto, pero la obviedad sería excesiva, inventar está muy bien, pero que sea algo que valga la pena. Se debe añadir, sin embargo, que la preocupación de Raimundo Silva no era exclusivamente de orden cromático, lo que sí lo estaba fascinando era la súbita idea de que, en definitiva, no sabía cuántos cabellos blancos tendría él mismo, si muchos, si muchísimos, hace más de diez años que empezó a teñírselos, persiguiéndolos con fiera saña, como si para esa única batalla hubiera nacido. Desconcertado, estupefacto, se descubrió deseando estúpidamente que el tiempo pasara de prisa para poder conocer su verdadera cara, la que surgiría como un recién llegado que lentamente se acercase, por debajo de cabellos que primero serían grotescos hilos de dos colores, el falso cada vez más deslavado y breve, el otro, auténtico desde la raíz, avanzando inexorablemente. En fin, pensó Raimundo Silva, bien podemos decir que es para el blanco adonde va el tiempo, e, imaginando más, vio el mundo en sus últimos días, extinguida la vida, como una enorme cabeza blanca barrida por el viento, era eso lo que había, viento y blancura. El jubilado tomó un trago de su café, sorbiendo con ruido, y luego la mitad de la copa de orujo que tenía delante, hizo, Aaah, y continuó leyendo. Raimundo Silva sintió una irritación sorda contra aquel hombre, una especie de envidia, de qué, quizá de lo que parecía ser una tranquilidad total, una crédula confianza en la estabilidad del universo, verdad es que el confort que el aguardiente da es infinitamente superior al que puede proporcionar una cerveza, y, véase en la práctica, el aguardiente es perfecto en su género hasta la última gota, y este resto de cerveza está muriendo en el fondo de la caña, no tiene otro destino que la pila de los despojos, como un agua podrida. Pidió un café, rápido, No, no quiero digestivo, es el nombre que el pueblo de los restaurantes da a la tribu de los aguardientes, brandis y orujos, y no falta quien jure por las estomacales virtudes de la medicina, el jubilado bebió de un trago lo que le quedaba en la copa, Aaaah, y, golpeando con la punta del dedo índice en el borde, le hizo señal al camarero para que la llenara otra vez. Raimundo Silva pagó y se fue, notando de pasada, que en el pelo del hombre había estrechos mechones amarillos, tal vez de un resto de tinte, tal vez la definitiva señal de la vejez, como en el marfil antiguo, que se oscurece y empieza a agrietarse.

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