Raimundo Silva no tuvo que esperar mucho, tres, cuatro minutos, quizá ni eso. Se quedó en pie, mirando, con la impresión extraña de haber entrado aquí por primera vez, no es sorprendente, la memoria no conservaba ningún recuerdo anterior de este despacho, probablemente estaría afecto a los servicios de administración antes de las recientes mudanzas, y tampoco, ahora se daba cuenta con sorpresa, le habían quedado imágenes de cuando fue llamado por la doctora María Sara, no recordaba, por ejemplo, si estaba ya entonces sobre la mesa aquel florero con una rosa blanca, y en la pared un panel de registro donde, podía verlo, se leía su nombre, en la línea superior, y debajo los nombres de otros correctores que trabajaban en casa, tenían todos ellos, en la cuadrícula siguiente, indicaciones abreviadas de los títulos de las obras, fechas, señales coloreadas, un organigrama sencillo, una especie de mapa de la ciudad de los correctores, sólo seis. Podemos imaginarlos, cada uno en su casa, en Castelo, en las Avenidas Novas, quizá en Almada o en Amadora, o en Campo de Ourique, o Graça, inclinados sobre las pruebas de un libro, leyendo y enmendando, y a la doctora María Sara pensando en ellos, alterando una fecha, cambiando un verde por un azul, dentro de poco ni dará importancia a los nombres, serán para ella un trazado gráfico que suscitará ideas, asociaciones, reflejos, pero por ahora cada uno de esos nombres representa aún una información por asimilar, Raimundo Silva primero, después Carlos Fonseca, Albertina Santos, Mario Rodrigues, Rita Pais, Rodolfo Xavier, tratándose de un organigrama sería natural que estuvieran dispuestos por orden alfabético, pues no lo están, no señor, Raimundo Silva es el de la primera línea, y la razón tal vez tenga una explicación fácil, quizá en el momento de hacer aquel cuadro sería él quien más preocupaba a la doctora María Sara.
Que viene entrando y dice, Perdone que le haya hecho esperar, el ruido de la puerta y las palabras sobresaltaron a Raimundo Silva, sorprendido de espaldas, y ahora se vuelve precipitadamente, No tiene importancia, responde, sólo vine para, no termina la frase, también a este rostro es como si lo viera por primera vez, tantas veces, en estos días, ha pensado en la doctora María Sara, y al final no era en su imagen en lo que pensaba, el simple nombre ocupaba todo el espacio disponible del recuerdo, y progresivamente fue invadiendo el lugar del pelo, de los ojos, de las facciones, el ademán de las manos, sólo podía reconocer de lejos la suavidad de la seda, no porque la hubiera tocado alguna vez, ya lo sabemos, y también hay que aclarar que no estaba recurriendo a sensaciones antiguas para imaginar mórbidamente lo que ésta podría ser, por imposible que parezca Raimundo Silva conoce todo de esta seda, el brillo, el movimiento blando del tejido, las fluctuantes arrugas, danzando como arena, aunque el color de ahora no sea el de entonces, también emergido en las brumas de la memoria, si no es falta de respeto citar el himno patrio. Aquí le traigo las pruebas, como acordamos, dijo Raimundo Silva, y la doctora María Sara las recibió, por así decir, distraída, está ahora sentada a la mesa, invitó al corrector a sentarse, pero él respondió, No vale la pena, y desvió la mirada hacia la rosa blanca, tan cerca de ella está que puede verle el corazón suavísimo, y, como palabra trae palabra, recuerda un verso que en tiempos revisó, uno que hablaba del íntimo rumor que abre las rosas, le pareció éste un hermoso decir, venturas que pueden acontecer incluso a poetas mediocres, El íntimo rumor que abre las rosas, repitió para sí, y oyó, aunque no se crea, el roce inefable de los pétalos, o habría sido el roce de la manga contra la curva del seno, Dios mío, apiadaos de los hombres que viven de imaginar.