Mirar, ver y reparar son maneras distintas de usar el órgano de la vista, cada cual con su intensidad propia, hasta en las degeneraciones, por ejemplo, mirar sin ver, cuando una persona se encuentra ensimismada, situación común en las antiguas novelas, o ver y no enterarse, si los ojos por cansancio o por hastío se defienden de sobrecargas incómodas. Sólo el reparar puede llegar a ser visión plena, cuando en un punto determinado o sucesivamente la atención se concentra, lo que tanto sucederá por efecto de una deliberación de la voluntad cuanto por una especie de estado sinestésico involuntario en el que lo visto solicita ser visto nuevamente, pasando así de una sensación a otra, reteniendo, arrastrando la mirada, como si la imagen tuviera que reproducirse en dos lugares distintos del cerebro con diferencia temporal de una centésima de segundo, primero la señal simplificada, luego el dibujo riguroso, la definición nítida, imperiosa, de un grueso pomo de latón brillante, en una puerta oscura, barnizada, que súbitamente se convierte en presencia absoluta. Ante esta puerta, muchas y muchas veces ha esperado Raimundo Silva a que le abran desde dentro, con el ruido de disparo del cierre eléctrico, y nunca como hoy tuvo consciencia tan aguda, atemorizante casi, de la materialidad de las cosas, un pomo que no es su simple superficie lúcida, pulida, sino un cuerpo cuya densidad puede comprobarse hasta el encuentro con esa otra densidad, la de la madera, y es como si todo fuese sentido, experimentado, palpado dentro del cerebro, como si sus sentidos, ahora todos ellos y no sólo la vista, reparasen en el mundo porque finalmente repararon en un pomo y en una puerta. Se oyó el restallido al saltar el resorte que abría, los dedos empujaron la puerta, dentro la luz parece fortísima, y no lo es, pero Raimundo Silva se siente como si flotara en un espacio sin referencias, como en una de esas atmósferas saturadas de claridad ahora de moda en los filmes de cosas sobrenaturales o de apariciones extraterrestres, con dispendio excesivo de voltios, espera que la telefonista dé un grito de terror o caiga en trance extático si por el lado de fuera de sí mismo se manifiesta, en una proliferación de tentáculos sensitivos o en una irradiación de belleza suprema, la vibración caleidoscópica en que, por un instante que ya se extingue, se ha convertido su sensibilidad. Pero la telefonista, cuyas obligaciones, aparte de manipular clavijas, incluyen abrir la puerta y atender a quien llega, le hace una señal con los dedos mientras acaba de hablar por teléfono, y luego, cordial, familiar y nada sorprendida, Hola, señor Silva, lo conoce desde hace años y cada vez que lo ve no le encuentra más diferencias que las del tiempo que pasa, si al cabo de un rato le preguntasen cómo encontró al corrector responderá, pero sin segura convicción, No sé, tal vez un poco nervioso, esto dirá y nada más, o no es buena observadora o Raimundo Silva ya ha vuelto a su ser natural, si es que desde fuera se podía descubrir lo que acontecía por dentro, incluso fijándose, Quisiera hablar con la doctora María Sara dijo, y la telefonista, que se llama también Sara, pero sin María y está muy orgullosa de aquella media coincidencia, le dice que la doctora María Sara está en el despacho del doctor, el doctor es el director literario, ni tiene que decir el nombre, siempre lo fue, los otros, desde el director de todos hasta Costa, son gente de a pie, y Raimundo Silva, más brusco que de costumbre, le dice que pregunte si lo puede recibir o si quiere que deje las pruebas del libro de poesía aquí mismo, ya sabe ella de qué se trata. Sara oye lo que le está diciendo la doctora María Sara, asiente con la cabeza, el diálogo es corto, pero tal vez por un resto de visión intensa, pese a la pálida sombra de lo que había sido al otro lado de la puerta, Raimundo Silva observa hilo por hilo, el pelo rubio de la telefonista, de un color como de paja molida, ella mantiene la cabeza baja, no puede adivinar qué ferocidad hay en esta mirada, ferocidad es una exageración expresiva, claro está, que el hombre no quiere mal a la mujer, son sus ojos irresponsables, él sólo espera que le digan qué tiene que hacer, vino de lejos y a toda prisa, y tendrá que dejar las pruebas en el mostrador de entrada, como cualquier mandado que trajo una carta sin respuesta, la doctora María Sara dice que la espere en el despacho, la telefonista ha alzado la cabeza, sonríe, Gracias, Sarita, la llaman Sarita desde siempre, ha quedado así, pese a haberse casado y enviudado, hay gente con mucha suerte, mujeres, evidentemente, que los hombres, por lo general, poco tiempo han tenido para ser niños, y algunos no lo han sido nunca, como se sabe y escribió, y otros se quedaron así para siempre pero no se atreven a decirlo.