Alexis fingió no comprender estas palabras. Se había puesto un tanto rojo, y en su negativa había una nota un tanto histérica:
- ¡Pero, Marty, tenga en cuenta que yo carezco de fuentes de información! ¡No intervengo en las operaciones, sólo soy un burócrata! ¿Acaso puedo coger el teléfono y decir: «Colonia, aquí Alexis; os aconsejo que vayáis inmediatamente a "Haus Sommer", detengáis a la hija de Achmann, y os llevéis a todos sus amigos para interrogarlos»? ¿Es que soy un mago, un alquimista, que de las piedras saca informaciones tan maravillosas como esta? ¿Acaso en Jerusalén piensan, de repente, que un coordinador se ha transformado en mago?
La manera en que Alexis se ponía a sí mismo en ridículo llego a ser pesada y cada vez más irreal:
- ¿Es que tengo que exigir que detengan a todos los motoristas con barba y aspecto italiano? Se reirían de mí.
Alexis se había quedado sin argumentaciones, por lo que Kurtz le ayudó a salir del trance, lo cual era precisamente lo que Alexis quería, ya que se encontraba en el estado de ánimo propio del niño que critica a sus mayores con la sola finalidad de que sus mayores le abracen. Kurtz dijo:
- Nadie pide detenciones, Paul. No, todavía no. Por lo menos nosotros no las queremos. Nadie quiere que se desvele nada, por lo menos en Jerusalén.
Con brusca sequedad, Alexis preguntó:
- Entonces, ¿qué desean?
En tono amable, Kurtz repuso:
- Justicia. -Pero la implacable sonrisa de Kurtz transmitía otro mensaje. Dijo-: Justicia, un poco de paciencia, un poco de valentía, mucha creatividad y mucha inventiva por parte de la persona que lleve el juego por nuestra cuenta. Quisiera hacerle una pregunta, Paul.
De repente, Kurtz acercó mucho más su gran cabeza a Alexis, y puso su recia mano sobre el antebrazo de éste. Dijo:
- Suponga, Paul, suponga que un confidente extremadamente secreto, extremadamente anónimo, al que yo imagino como un importante árabe que está aquí, en Alemania, un árabe del centro moderado, que ama a Alemania, que la admira y que posee información referente a ciertas operaciones terroristas que no merecen su aprobación; supongamos además que este árabe haya visto al gran Alexis en la televisión, hace poco tiempo. Por ejemplo, supongamos que esta persona estuviera sentada en su habitación de cualquier hotel, en Bonn o en Dusseldorf, y estando allí se le ocurrió poner en funcionamiento la televisión, sólo para distraerse, y apareció el gran doctor Alexis, abogado, policía… Pero, al mismo tiempo, el doctor Alexis era un hombre de buen humor, flexible, pragmático, y un humanista de los pies a la cabeza… En resumen: todo un hombre. ¿De acuerdo?
Alexis, con la mente medio sorda por el volumen de las palabras de Kurtz, dijo:
- Supongamos.
Kurtz siguió:
- Y ese árabe, Paul, ha hecho lo preciso para hablar con usted. No quiere hablar con nadie, salvo con usted. Confió en usted desde el primer momento, se negó a tener tratos con otros representantes alemanes, fuesen ministros o policías o miembros del servicio de información. Buscó su nombre en el listín telefónico y le llamó a su casa. O a su oficina. Como usted guste, ya que la historia es suya. Y se reunió con usted aquí, en este hotel. Esta noche. Y se bebió un par de whiskies en su compañía. Permitió que fuese usted quien los pagara. Y mientras tomaban esas copas le reveló ciertos hechos: Si, los reveló al gran Alexis, y a nadie más estaba dispuesto a revelarlos. ¿Ve usted ciertas ventajas, en lo que le digo, para un hombre injustamente privado de la debida culminación de su carrera?
Más tarde, cuando Alexis volvió a vivir esta escena, lo cual hizo en muchas ocasiones, y en estados de humor diferentes, tales como el de pasmo, orgullo y horror totalmente anárquico, llegó a considerar que el discurso que Kurtz pronunció a continuación no era más que una indirecta justificación de lo que pretendía. Kurtz dijo en tono de amarga queja:
- En nuestros días, los terroristas son cada vez más eficaces. Misha Gavron me chilla inclinado sobre su escritorio: «¡Ponga un agente, Schulmann!», y yo le contesto: «Sí, mi general.» Y añado: «Encontraré un agente, le adiestraré, le enseñaré a no dejar pistas, a conseguir que le hagan caso en los lugares que sea preciso… Sí, mi general, haré todo lo que usted quiera; enseñaré al agente a infiltrarse en la oposición si es preciso. Ahora bien: este agente, una vez infiltrado, que será lo preciso, será invitado a demostrar su lealtad por el enemigo, le invitaran a que asesine a un guarda jurado de un banco o a un soldado norteamericano, o a que ponga una bomba en un restaurante, o a que entregue una maletita a alguien. Es decir, lo neutralizarán. ¿Es esto lo que usted quiere que haga, mi general? ¿Quiere que ponga un agente y que espere sentado viendo cómo el agente mata a los nuestros, por orden del enemigo?»
Una vez más, Kurtz dirigió a Alexis la amarga sonrisa del hombre que, en cierto tiempo, estuvo a merced de irrazonables superiores. Kurtz dijo: