- Las organizaciones terroristas no llevan personal auxiliar, Paul. Esto es lo que le dije a Gavron. Los terroristas no tienen secretarias, mecanógrafas, empleados encargados de cifrar y descifrar claves, no tienen ni una sola persona que no sea capaz, de una forma natural, de ser agentes en primera línea de fuego. Para conseguir la infiltración en las organizaciones terroristas es preciso una operación muy especial. Dije a Gavron: «Tal como ahora están las cosas, si usted quiere infiltrarse en una organización terrorista, lo primero que tiene que hacer es crear su propia organización terrorista.» ¿Usted cree que Gavron me escuchó, Paul?
Alexis ya no podía contener su fascinación. Se inclinó hacia adelante, iluminados sus ojos por el peligroso encanto de la pregunta que le había dirigido a Kurtz, y, en un susurro, le preguntó:
- ¿Y ha hecho esto? ¿Aquí, en Alemania?
Kurtz, como era frecuente en él, no contestó directamente. Sus ojos eslavos parecían mirar más allá de Alexis, parecían mirar su próxima meta, a lo largo de su sinuosa y solitaria senda.
En el tono propio del que elige una remota opción entre las muchas que se ofrecen a una mente prolífica, Kurtz dijo:
- Supongo que yo le informaré de un accidente, Paul. Si, de un accidente que ha de ocurrir dentro de cuatro días, digamos.
El concierto del barman había terminado, y, ahora, el hombre se dedicaba a cerrar ruidosamente el bar, a modo de preludio de su partida, camino de la cama. A propuesta de Kurtz, se trasladaron al vestíbulo del hotel, donde se sentaron el uno al lado del otro, juntas las cabezas, como pasajeros sentados en la cubierta de un buque barrida por el viento. Dos veces, durante la conversación, Kurtz consultó su viejo reloj de acero, y se excusó presurosamente, para efectuar una llamada telefónica. Más tarde, cuando, llevado por pura y simple curiosidad, Alexis investigó estas llamadas telefónicas, supo que Kurtz había hablado con un hotel de Delfos, Grecia, durante doce minutos, y que había pagado la llamada con dinero contante y sonante, y que también había llamado a un número de teléfono de Jerusalén, número que no pudo ser identificado. Hacia las tres de la madrugada o más aparecieron varios obreros, con aspecto oriental, y con delgados monos de trabajo, empujando un aspirador verde, gigantesco, con aspecto de cañón de la Krupp. Pero Kurtz y Alexis siguieron hablando, a pesar del ruido que los obreros armaban. En realidad, hacía ya un buen rato que había amanecido cuando los dos hombres salieron del hotel, y se estrecharon la mano, como quien sella un pacto. Pero Kurtz tuvo muy buen cuidado de no dar las gracias con excesiva generosidad a su nuevo recluta, debido a que el doctor Alexis, como muy sabía Kurtz, era una persona que se retraía cuando se le trataba con excesiva gratitud.
El Alexis nacido de nuevo se fue corriendo a su casa y, después de haberse afeitado y cambiado la ropa, y de haberse mostrado debidamente evasivo para impresionar a su reciente esposa con el carácter secreto de su nueva misión, llegó a su oficina de vidrio y cemento, manteniendo en la cara una expresión de misteriosa satisfacción que no le había sido vista, desde hacía mucho tiempo. Sus colaboradores comentaron que había bromeado mucho, y que se había aventurado a hacer algunos chistes un tanto arriesgados referentes a sus colegas.
Sus colaboradores dijeron: Si, «es el Alexis de los viejos tiempos, otra vez; incluso da muestras de sentido del humor, a pesar de que el sentido del humor nunca fue su fuerte.» Pidió que le trajeran papel sin membrete y, echando incluso a su secretaria particular, se puso a redactar una larga carta, deliberadamente oscura, en la que comunicaba a sus superiores que había entrado en contacto con «una fuente oriental, altamente situada, a la que conocí en el desempeño de anteriores puestos», y en la que incluía notable información totalmente nueva, acerca del atentado de Godesberg, aun cuando dicha información no era todavía suficiente para demostrar la buena fe del confidente y, en consecuencia, la buena fe del buen doctor, en cuanto a receptor de las confidencias. Alexis pedía ciertas potestades y medios, así como un fondo de operaciones, que no constara en contabilidad, y que sería administrado a su única y exclusiva discreción. Alexis no era un hombre codicioso, aún cuando su segundo matrimonio le había resultado caro, y el divorcio fue ruinoso. Pero Alexis también se daba cuenta de que, en estos tiempos materialistas, la gente suele valorar más lo que les resulta más caro.