- El día es negro como un entierro. Sigue lloviendo. Acuérdate del tiempo. Al principio, lloras tanto que ni siquiera puedes tenerte en pie. Yaces en la cama que todavía conserva el calor del cuerpo de Michel, llorando y llorando. Te ha dicho que hará lo posible para ir a York la semana siguiente, pero tú estás convencida de que jamás volverás a verle. ¿Y qué haces, entonces?
Joseph no le dio ocasión de contestar.
- Te sientas ante el atestado tocador, con espejo, y contemplas las marcas de sus manos en tu cuerpo, y miras cómo sigues llorando. Abres un cajón. Extraes el folleto publicitario del motel. Sacas también el papel de cartas con membrete del motel, y el bolígrafo obsequio del mismo establecimiento; y escribes a Michel. En esta carta te describes a ti misma, describes tus pensamientos más recónditos. Cinco páginas en total. Esta es la primera de las muchas, muchas, cartas que le escribirás. ¿Harías esto, llevada por tu desesperación? A fin de cuentas, eres una chica con una notable afición a escribir cartas.
- Si tuviera las señas de Michel, le escribiría.
- Te dio unas señas, en París.
Acto seguido, Joseph le dio tales señas, por mediación de una expendeduría de tabaco de Montparnasse, diciendo en el sobre: «Para Michel.» «Sí, ya que éste no te dio su apellido, ni tú se lo pediste.»
- Aquella misma noche, desde la sordidez del hotel Astral Commercial, le vuelves a escribir. Por la mañana, tan pronto te despiertas, le escribes de nuevo. Le escribes en toda clase de papeles. Durante los ensayos, en los entreactos, a ratos perdidos, le escribes apasionadamente, sin pensar, con franqueza total. -Joseph miró a Charlie e insistió-: ¿Eres capaz de esto? ¿Realmente hubieras podido escribir cartas así?
Charlie se preguntó hasta qué punto aquel hombre necesitaba seguridades. Pero Joseph se había lanzado de nuevo. Sin embargo, a pesar de las pesimistas previsiones de Charlie y para su alegría sin límites, Michel no sólo fue a York, sino que también fue a Bristol, y, mejor todavía, a Londres, donde pasó una noche mágica en el piso que Charlie tenía en Camden, noche que fue de total frenesí. Y fue precisamente allí, dijo Joseph, contento como si hubiera por fin llegado a la conclusión de una compleja demostración:
- Allí, en tu propia cama, entre declaraciones de amor eterno, fue donde tú y yo planeamos estas vacaciones en Grecia, de las que ahora estamos gozando.
Se produjo un largo silencio, durante el cual Charlie se dedicó a pensar y a conducir. Por fin, en tono un tanto escéptico, dijo:
- Para reunirme con Michel, después de haber estado en Mikonos.
- Si, ¿por qué no?
- ¿En Mikonos, con Al y todo el grupo, y luego los dejo plantados, me reúno con Michel en un restaurante de Atenas, y nos largamos los dos juntos?
- Exactamente.
Charlie decidió:
- Al no puede entrar en la historia. Si yo me hubiera entusiasmado contigo, no me hubiera llevado a Al a Mikonos. Me hubiera desprendido de él. Los que nos invitaron no incluyeron a Al. Fue él quien se enganchó. Y yo, por mi parte, prefiero a los hombres uno a uno. Soy así.
Joseph desechó esta objeción, diciendo:
- Michel no exige esa clase de lealtad. Ni la da ni la pide. Michel es un luchador, un enemigo de tu sociedad, al que la policía puede detener en cualquier instante. Y tú puedes tardar una semana o quizá seis meses en volverle a ver. ¿Es que imaginas de repente que Michel quiere que vivas como una monja? ¿Sentadita y sin hacer nada, hundida en la melancolía, confiando tus secretos a las amigas? Tonterías. Si Michel te lo dijera, serías capaz de acostarte con un ejército entero.
Pasaron junto a una capilla. Joseph ordenó:
- Reduce la velocidad.
Y volvió a estudiar el mapa.
- Más despacio. Aparca aquí. Vamos…
Joseph caminaba, ahora, más de prisa. El sendero los condujo a un grupo de chozas en ruinas y luego a una cantera abandonada, en forma del cráter de un volcán, en la cumbre de la colina. Junto al cráter había una vieja lata de petróleo. Joseph, sin decir palabra, llenó de guijarros la lata, mientras Charlie le observaba intrigada. Joseph se quitó el blazer rojo, lo dobló y lo dejó cuidadosamente en el suelo. Llevaba pistola al cinto, colgada mediante una correa, la punta del cañón estaba un poco adelantada con respecto a la línea recta descendente que comenzara en el sobaco derecho. Colgada del hombro izquierdo llevaba una funda de pistola vacía. Joseph cogió a Charlie por la muñeca, y la obligó a ponerse en cuclillas, al estilo árabe, a su lado. Dijo: