Читаем La chica del tambor полностью

Pero Gadi Becker, el veterano luchador, quedó yacente y pa_ cienzudamente despierto, contemplando la oscuridad y escuchando la regular respiración de su joven recluta. ¿Por qué le había hablado de aquella manera? ¿Por qué le había hecho aquellas revelaciones acerca de sí mismo, en el preciso instante en que despachaba a la muchacha a realizar su primera misión? Había ocasiones en las que Gadi Becker dejaba de confiar en sí mismo. Gadi flexionaba los músculos y ello sólo le servía para descubrir que los nervios y tendones de la disciplina ya no los sujetaban tal como antes solían. Se trazaba un camino recto, y cuando miraba hacia atrás se daba cuenta de los errores cometidos. Se preguntó: ¿en qué sueño, en la lucha o en la paz? Era ya demasiado viejo para una y otra cosa. Y también demasiado viejo, sí, demasiado viejo para dejar de luchar. Era demasiado viejo para entregarse y, al mismo tiempo, incapaz de contenerse. Demasiado viejo para no percibir el olor de la muerte, antes de matar.

Volvió a aguzar el oído, y advirtió que la respiración de la muchacha había adquirido el más calmo ritmo del sueño. Al estilo de Kurtz, agarrándose la muñeca, Gadi Becker levantó el antebrazo y, en la oscuridad consultó la esfera de su reloj luminoso. Luego, tan silenciosamente que Charlie, incluso en el caso de hallarse plenamente despierta, hubiera tenido dificultades en oírle, Becker se puso su blazer rojo y salió sigilosamente al cuarto.

El conserje nocturno era un hombre siempre alerta, y le bastó sólo echar una ojeada al bien vestido caballero para intuir la proximidad de una buena propina.

En tono de premura, Becker le preguntó:

- ¿Tiene impresos de telegramas?

El conserje de noche se hundió al instante debajo del mostrador.

Becker comenzó a escribir cuidadosamente, con letra grande y en tinta negra. Recordaba de memoria las señas, que eran las de un abogado de Ginebra que transmitiría el mensaje. Kurtz le había dado estas señas, desde Munich, después de conseguir, por razones de mayor seguridad, que Yanuka le confirmara que las señas seguían siendo válidas. Becker también recordaba el texto de memoria. Comenzaba diciendo: «Comunique a su cliente…» Y, a continuación el mensaje se centraba en los avances conseguidos en la colaboración, de acuerdo con nuestro previsto contrato. El mensaje tenía cuarenta y cinco palabras, y Becker, después de repasarlo, añadió la rígida y personalista firma que Schwili pacientemente le había enseñado a trazar. Luego, empujó el telegrama al través del mostrador, y dio al conserje una propina de quinientas dracmas, diciéndole:

- Mande este telegrama dos veces, ¿comprende? Si, el mismo mensaje dos veces, La primera ahora mismo, por teléfono, y la segunda por la mañana, en la oficina de telégrafos. No encargue el trabajo a un botones, hágalo usted mismo. Luego, me manda una copia de confirmación del envío.

Si, el conserje lo haría exactamente tal como el señor le decía. Al conserje le habían hablado de las propinas que daban los árabes. Y aquella noche, sin que pudiera preverlo, le había caído una propina árabe. Con mucho gusto, el conserje hubiera prestado muchos más servicios a aquel caballero, pero el caballero, ¡oh tristeza!, fingió no percatarse de las insinuaciones del conserje. Con tristeza, el conserje contempló cómo su presa salía a la calle, y caminaba en dirección al muelle. La camioneta de comunicaciones se encontraba en un aparcamiento. Había llegado el momento de que el gran Gadi Becker mandara su informe y se asegurara que todo estaba dispuesto para la gran operación.


13


El monasterio se encontraba a dos kilómetros de la frontera, en una depresión con grandes piedras y amarillentos juncos. Era una ruina triste y profanada, con techumbres hundidas y un patio con celdas ruinosas, en cuyas piedras se veían psicodélicas muchachas pintadas. Ciertos post-cristianos habían comenzado a instalar una discoteca allí, pero, al igual que los anteriores monjes, habían huido del lugar. En la pequeña extensión de cemento que hubiera debido ser pista de baile, se encontraba el Mercedes rojo, como un caballo de guerra siendo preparado para la batalla. Al lado del Mercedes se encontraba el adalid que lo montaría, y junto al adalid se hallaba Joseph, supervisando la operación. Este es el lugar al que Michel te trajo para cambiar las placas de la matrícula, y despedirse de ti, Charlie. Este es el lugar en que te dio las llaves y la documentación falsa. Rose, vuelve a limpiar la tapa de la guantera, por favor. Rachel, ¿qué es ese papelito, ahí, en el suelo? De nuevo era Joseph, el perfeccionista, ocupándose de todos los detalles, incluso los más nimios. La camioneta de comunicaciones se encontraba al otro lado del muro, y su antena se inclinaba en graciosas reverencias, al impulso de la brisa.

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