Pero si así lo hizo, la muchacha no lo oyó. Llegó a la carretera principal y el monasterio con sus temporales habitantes desapareció del espejo retrovisor. Recorrió de prisa un par de kilómetros, y llegó ante un viejo cartel indicador, con una flecha, que decía Yugoslawien. Condujo despacio, a la par que el resto del tránsito. La carretera se ensanchó, convirtiéndose en una zona de aparcamiento. Vio una fila de camionetas y una fila de automóviles, y las banderas de todas las naciones cocidas por el sol hasta haberles dado tonalidades pastel. Soy inglés, soy alemán, soy israelita, soy árabe. Charlie puso su automóvil detrás de un coche deportivo. En el deportivo iban dos muchachos sentados delante y dos chicas detrás. Charlie se preguntó si acaso serían miembros del equipo de Joseph. O de Michel. O policías de algún tipo u otro. Charlie comenzaba a ver el mundo de esta manera: todas las personas formaban parte de un grupo u otro. Un funcionario con uniforme gris le indicó con un impaciente ademán que avanzara. Charlie lo tenía todo dispuesto. Documentos falsos, explicaciones falsas. Nadie le pidió los unos o las otras. Y pasó la frontera.
Joseph, en lo alto de la colina, bajó los prismáticos, y regresó a la camioneta que le esperaba.
Dirigiéndose a David, el muchacho que tecleaba obedientemente palabras con la máquina, Joseph dijo:
- El paquete ha sido enviado.
David tecleó estas palabras. En obediencia a Becker, el muchacho hubiera tecleado cualquier cosa, se hubiera arriesgado a todo, hubiera matado a gente. Para él, Becker era una leyenda viviente, un ser perfecto, alguien a quien el muchacho intentaría en todo momento imitar.
Con reverentes acentos, el muchacho dijo:
- Marty le felicita.
Pero el gran Becker pareció no oírle.
Charlie condujo eternamente. Condujo con los brazos doloridos debido a agarrar con demasiada fuerza el volante, con el cuello dolorido debido a mantener las piernas demasiado rígidas. Condujo con dolor en la barriga, causado por el mantenimiento de la misma posición. Estaba mareada de miedo. Luego, se sintió todavía peor cuando el motor produjo unos raros ruidos, y Charlie pensó: ¡Avería! Joseph le había dicho: Si tienes una avería, abandona el automóvil, lo dejas en la cuneta y haces auto-stop, pierde tu documentación, coges el tren, y, sobre todo aléjate cuanto puedas del coche. Pero ahora que había comenzado la aventura, Charlie estimaba que no podía comportarse de semejante manera. Sería lo mismo que abandonar el teatro en plena representación. La música la estaba dejando sorda. Cerró la radio y el ruido de los motores de los camiones volvió a dejarla sorda. Se sentía en una sauna, se sintió muerta de frío, cantaba. No había avance, sino solo movimiento. Charlie conversaba animadamente con su padre muerto y con su maldita madre: «Bueno, el caso es, mamá, que conocí a ese árabe sencillamente encantador, maravillosamente bien educado, y terriblemente rico y culto, y todo fue una larga jodienda desde el alba hasta el ocaso, y luego volvimos a la carga…»
Charlie conducía con la mente en blanco y sus pensamientos voluntariamente apagados. Se obligaba a permanecer en la superficie exterior de la experiencia. Oh, mira, un lago, oh, mira un villorrio, se limitaba Charlie a pensar, sin permitirse jamás penetrar en el caos interior. Soy libre, estoy descansada, y hago un viaje maravilloso. Para almorzar comió fruta y pan, que compró en un kiosko de una gasolinera. Y un helado. Si, le cogió la pasión de comer helados, como si de un antojo de embarazada se tratara. Fue un helado amarillento, aguado, yugoslavo, en cuyo envoltorio se veía a una muchacha con grandes senos. En una ocasión Charlie vio a un muchacho que hacía auto-stop, y sintió la avasalladora necesidad de hacer caso omiso de las instrucciones de Joseph, y coger al chico. El sentimiento de soledad que experimentaba Charlie se hizo de repente tan terrible que hubiera hecho cualquier cosa para gozar de la compañía del muchacho. Si, se hubiera casado con él en una de las capillitas que se alzaban en lo alto de pequeñas montañas peladas, le hubiera violado sobre el amarillento césped junto a la carretera. Pero en momento alguno reconoció ante sí misma, durante los largos años y las infinitas millas de aquel viaje, que llevaba doscientas libras de explosivos rusos de alta calidad, divididos en porciones de media libra, ocultos en la tapicería, en los asientos, en la techumbre del automóvil, ni que los modelos antiguos ofrecían más oportunidades de esconder explosivos en ellos. Ni que se trataba de unos explosivos excelentes y nuevos, bien acondicionados, y que resistían bien el frío y el calor, y que eran razonablemente plásticos en todas las temperaturas.