En total, Litvak tenía a sus órdenes nueve hombres y cuatro mujeres. Más le hubiera gustado tener a dieciséis personas, pero no se quejaba. Le gustaban los buenos despliegues, y la tensión siempre le producía sensación de bienestar. Para esto nací, pensaba Litvak. Sí, cuando se disponía a actuar, Litvak siempre pensaba esto, Litvak se sentía calmo, con el cuerpo y la mente en un sueño profundo, y su equipo descansaba soñando en muchachas y muchachos, y en veraniegas excursiones en Galilea. Sin embargo, bastaba el más leve rumor de una brisa para que todos los miembros del equipo pasaran a ocupar sus puestos, antes de que la brisa tocara las velas.
Litvak murmuró una rutinaria contraseña en el aparato transmisor receptor que llevaba en la cabeza, y recibió la pertinente contestación. Para llamar menos la atención, hablaban en alemán. A veces, fingían ser miembros de una empresa de radio-taxis de Graz, y en otras ocasiones de un servicio de helicópteros de rescate, con base en Innsbruck. Cambiaban de frecuencia a menudo, y utilizaban una amplia variedad de señales conducentes a la confusión.
A las cuatro de la tarde, Charlie entró despacio en la plaza, a bordo del Mercedes, y uno de los vigilantes situados en el aparcamiento, transmitió tres alegres notas de una marcha triunfal. Charlie tuvo problemas para encontrar sitio en el que aparcar el automóvil, debido a que Litvak había ordenado terminantemente que ninguna ayuda se le diera en este aspecto. Charlie debía tropezarse con las dificultades normales en estos casos, nada de mimos. Un espacio quedó vacante, Charlie lo ocupó, salió del coche, se desperezó y se frotó la espalda. Del portamaletas sacó su bolsa de viaje y la guitarra. Lo hace muy bien, pensó Litvak, quien la contemplaba con prismáticos. Es innato en ella. Ahora cierra con llave el automóvil. Y, ahora, mete las llaves en el tubo de escape. Esto último Charlie lo hizo con un movimiento realmente natural, en el momento en que sacaba su equipaje. Después emprendió cansinamente el camino hacia la estación ferroviaria, sin mirar a derecha ni a izquierda. Litvak se dispuso a esperar. La cabra ya está atada, pensó Litvak recordando una frase favorita de Kurtz. Ahora, lo único que necesitamos es un león. Litvak habló por el receptor-transmisor y escuchó la confirmación de su orden. Imaginó a Kurtz en su piso de Munich, inclinado sobre el teletipo, mientras la camioneta de comunicaciones imprimía el mensaje. Imaginó el movimiento inconsciente de los gruesos dedos de Kurtz al secarse los labios nerviosamente, mientras mantenía en ellos su constante sonrisa. Imaginó como Kurtz levantaba su recio antebrazo para consultar el reloj, sin verlo. Por fin estamos penetrando en la oscuridad, pensó Litvak mientras contemplaba los primeros indicios del temprano ocaso. Durante todos estos meses hemos estado buscando la oscuridad.
Pasó una hora y el buen sacerdote Udi pagó su módica factura y desapareció con paso piadoso, para penetrar en una calleja secundaria, a fin de descansar y de cambiar su imagen en un piso franco. Las dos muchachas habían terminado su carta por fin y pidieron un sello. Después de conseguirlo, se fueron por las mismas razones por las que se había ido Udi. Con satisfacción, Litvak observó como los relevos de los anteriores ocupaban sus posiciones: una tronada camioneta de lavandería, dos auto-stopistas que deseaban almorzar tardíamente, y un trabajador inmigrante italiano que pidió un café y los periódicos de Milán. Un automóvil de la policía penetró en la plaza y dio tres vueltas de honor, pero ni el conductor ni su acompañante prestaron la menor atención al Mercedes rojo aparcado, con las llaves escondidas en el tubo de escape. A las siete y cuarenta minutos, con el consiguiente interés de todos los espectadores, una mujer gorda anduvo hacia la puerta del Mercedes correspondiente al conductor, intentó meter la llavecilla, efectuó unos cómicos movimientos de reconocimiento de su error, y se fue a bordo de un Audi. Si, se había equivocado de marca. A las ocho, una potente motocicleta entró en la plaza, dio una vuelta muy de prisa, y se fue rugiendo, antes de que nadie pudiera fijarse en su matrícula. El que iba de paquete en la motocicleta llevaba el cabello muy largo y bien podía ser una mujer. Los dos causaban la impresión de ser un par de jovenzuelos corriendo una aventura.
Por la radio, Litvak preguntó:
- ¿Contacto?
Había división de opiniones. Una voz dijo que hablase dado cierta falta de cautela. Otra dijo que demasiado de prisa ya que, ¿a santo de qué correr el riesgo de ser detenidos por la policía? La opinión de Litvak era diferente. Se trataba de un primer reconocimiento, y de ello tenía plena seguridad, pero no lo dijo por temor a influenciar el parecer de los otros. Litvak se dispuso a esperar una vez más. El león ya ha olfateado la presa. ¿Volvería?