Pasado este período de meditaciones, Melenas se bajó de la moto en lánguidos movimientos, y pasó junto al Mercedes, con la cabeza inocentemente inclinada a un lado, mientras cabía presumir que se percataba de la presencia de la llave de contacto en el interior del tubo de escape. Pero no intentó apoderarse de ella, lo cual mereció la aprobación de Litvak, en su calidad de colega. Después de rebasar el Mercedes, Melenas se dirigió hacia la estación, entrando en el lavabo público, del que salió inmediatamente, con la finalidad de poner en peligrosa situación a cualquier persona que hubiera tenido la temeraria idea de seguirle. Pero nadie le seguía. Las muchachas no podían seguirle, y los chicos tenían la astucia suficiente para no hacerlo. Melenas pasó junto al automóvil por segunda vez, y Litvak deseó ardientemente que Melenas se inclinara y cogiera la llave, debido a que Litvak necesitaba un movimiento decisivo. Pero Melenas no quiso complacer a Litvak. Volvió junto a la motocicleta y a su compañero, quien se había quedado sentado en el sillín, con la finalidad, sin duda, de poder salir pitando y sin dificultades, si fuere preciso. Melenas dijo algo a su compañero; acto seguido se quitó el casco y, en un brusco movimiento de la cabeza, puso la cara a la luz.
Dando el nombre en clave previamente acordado, Litvak dijo por la radio:
- Luigi.
Y, al hacerlo, Litvak experimentó la rara e intemporal bendición de la satisfacción pura y simple. Con calma, pensó: Eres tú, Rossino, el apóstol de la solución pacífica. Sí, Litvak le conocía muy bien. Sabía los nombres y las señas de las amigas y amigos de aquel hombre, sabía quiénes eran sus derechistas padres con residencia en Roma, y sabía quién era su izquierdista mentor en la academia de música de Milán. Conocía el periódico napolitano que publicaba todavía los artículos, con aire de sermón, en los que aquel hombre insistía en que el único camino aceptable era el de la no-violencia. Sabía que Jerusalén llevaba largo tiempo sospechando de aquel hombre, y asimismo estaba al tanto de la historia de los reiterados y vanos intentos de conseguir pruebas condenatorias. Sabía cómo olía y qué número de zapatos calzaba. Y, ahora, Litvak comenzaba a sospechar la función que había desempeñado en Bad Godesberg y en otros lugares. Asimismo Litvak, al igual que sus compañeros, tenía ideas muy claras acerca de qué era lo mejor que se podía hacer con aquel hombre. Aunque todavía no se le podía hacer. Y no se le podría hacer durante bastante tiempo. No, las cuentas no podrían saldarse hasta que todos hubieran recorrido íntegramente el sinuoso camino que les esperaba.
La muchacha ha dado el rendimiento esperado, pensó Litvak. Sólo gracias a esta identificación, el largo viaje que la muchacha ha hecho hasta aquí ha sido rentable. La muchacha era una gentil justa, lo cual, en opinión de Litvak, resultaba muy raro.
Por fin, ahora el conductor de la moto desmontaba. Desmontó, se desperezó y se desabrochó el barboquejo, mientras Rossino le sustituía en el asiento del conductor.
Pero quien había conducido la moto hasta el momento era una muchacha.
Si, se trataba de una muchacha rubia, esbelta, según pudo ver Litvak a través de sus prismáticos con dispositivo de intensificación de las luces, muchacha con delicadas facciones delgadas y con aire etéreo, a pesar de su dominio en la conducción de motocicletas. Y Litvak, en aquel instante crítico, se negó terminantemente a preocuparse de intentar averiguar si los viajes de aquella muchacha la habían llevado de Orly a Madrid, o si se había dedicado a transportar maletas con discos para entregarlas a amigas suecas. No, ya que si su mente hubiera seguido este rumbo, el odio acumulado entre los miembros del equipo hubiera podido superar su sentido de la disciplina. La mayoría de los miembros del equipo habían matado, y en casos como el presente no tendrían el menor inconveniente en volverlo a hacer. En consecuencia, Litvak nada dijo por la radio. Dejó que cada cual hiciera su identificación aproximativa y nada más.