Читаем La chica del tambor полностью

- ¿Es nuestra última noche, verdad?

Y, en esta ocasión, Joseph no se ocultó detrás de Michel:

- Si, es nuestra última noche, Charlie. Mañana tenemos que hacer una visita, y luego regresarás a Londres.

Cogiendo con ambas manos el brazo de Joseph, Charlie anduvo con él por estrechas callejas y por plazuelas que comunicaban entre sí, igual que salones. Se detuvieron ante la casa en que nació Mozart, y, para Charlie, los turistas fueron como el alegre y distraído público teatral de los sábados por la tarde.

Charlie preguntó:

- Lo hice bien, ¿verdad, Joseph? Anda, dilo.

- Excelentemente.

Pero, para Charlie, las reservas de Joseph tenían más significado que sus elogios.

Las pequeñas iglesias, como casas de muñecas, fueron para Charlie más bellas que cualquier sueño, con dorados altares de curvas líneas, con ángeles voluptuosos, y con tumbas en las que los muertos parecían tener placenteros sueños. Un judío que se finge musulmán me muestra mi legado cristiano, pensó Charlie. Pero cuando Charlie le pidió información, Joseph se limitó a comprar una guía de relucientes tapas y a meterse el recibo en el billetero. Secamente, Joseph dijo:

- Mucho me temo que Michel todavía no ha tenido tiempo de estudiar el barroco.

Pero Charlie percibió en estas palabras las sombras de un obstáculo no explicado. Joseph

dijo:

- ¿Volvemos a casa?


Charlie meneó negativamente la cabeza. Quería que aquello durase más. Entróse la noche, las muchedumbres desaparecieron, y de las más insospechadas puertas surgían voces de coros infantiles. Se sentaron junto al río y escucharon las viejas campanas de sordo sonido contestándose las unas a las otras en tozuda competencia. Volvieron a caminar, y súbitamente Charlie se sintió tan lacia que tuvo que poner un brazo alrededor de la cintura de Joseph, para sostenerse.

Mientras Joseph la llevaba hacia el ascensor, Charlie dijo:

- Comida. Champaña. Música.

Pero apenas Joseph hubo llamado al servicio de las habitaciones, Charlie ya estaba en cama, profundamente dormida, y nada en el mundo entero, ni siquiera Joseph, hubiera podido despertarla.

Charlie yacía tal como había yacido en Mikonos, con el brazo izquierdo doblado y la cara apoyada en él, mientras Becker, sentado en un sillón, la contemplaba. La primera luz grisácea del alba colaba por las cortinas. Al olfato de Becker llegaba un aroma a madera y hojas verdes. Durante la noche había caído un chaparrón con gran aparato eléctrico, tan ruidoso que causaba la impresión del paso de un rugiente tren por el valle. Desde la ventana, Becker había contemplado la ciudad estremeciéndose bajo los ataques de los rayos, y la lluvia bailando en las brillantes y resbaladizas cúpulas. Pero Charlie había seguido tan quieta que Becker se inclinó sobre ella y puso una oreja junto a la boca de la muchacha, para comprobar que seguía respirando.

Becker miró el reloj. Pensó: planea, actúa. Deja que la acción mate las dudas. Junto a la ventana estaba la mesa con la comida intacta, y el cubo con la botella de champaña sin abrir. Utilizando, alternativamente, los dos tenedores, Becker comenzó a sacar de la cáscara la carne de langosta y a ensuciar platos, mezclando la ensalada, estropeando las fresas, añadiendo, en suma, una ficción más a las muchas que ya habían representado. Si, el gran banquete de Salzburgo, en el que Charlie y Michel celebraron el éxito con que Charlie coronó su primera misión en pro de la revolución. Llevó la botella de champaña al cuarto de baño y cerró la puerta, no fuera que el sonido del descorche despertara a Charlie. Derramó el champaña en la pileta, y luego abrió el grifo de agua. Arrojó la carne de langosta y las fresas al retrete, y tuvo que vaciar la cisterna un par de veces, debido a que en la primera vez no desapareció todo lo allí arrojado. Dejó un poco de champaña para verterlo en su copa. Luego extrajo el lápiz de labios del bolso de la muchacha y embadurnó un poco el borde de la copa de la chica, antes de arrojar a ella los últimos restos del champaña. Después, volvió a la ventana en la que había pasado la mayor parte de la noche, y contempló las azules montañas empapadas de lluvia. Pensó: soy un escalador harto de montañas.

Se afeitó y se puso el blazer rojo. Se acercó a la cama, alargó la mano para despertar a Charlie, pero la retrajo al instante. Sintió una desgana parecida a un pesado cansancio. Volvió a sentarse en el sillón, en donde se le cerraron los ojos. Con un esfuerzo los volvió a abrir. Se despertó con un sobresalto, sintiendo el peso del rocío del desierto en su uniforme de combate, y percibiendo el aroma de la arena mojada antes de que el sol la secara dejándola ardiente.

- ¿Charlie?

Перейти на страницу:

Похожие книги