Читаем La chica del tambor полностью

Ahora, a la muchacha rubia le tocó el turno de visitar el retrete. Después de sacar una bolsita de la bolsa de equipaje y de entregar el casco a Rossino, la chica, con la cabeza descubierta, cruzó la plaza y penetró en la estación, en donde, a diferencia de su compañero, se quedó. Una vez más, Litvak deseó que la muchacha cogiera la llave del contacto, pero no lo hizo. Al igual que Rossino, la chica caminaba con decisión, decisión que no vaciló ni un instante. Sin duda alguna, era una chica sumamente atractiva. No era de extrañar que el desdichado agregado laboral se sintiera atraído hacia ella. Litvak enfocó los prismáticos en Rossino. Alzándose un poco en la parte delantera del sillín, Rossino había inclinado la cabeza a un lado, como si aguzara el oído en espera de oír algo. Naturalmente, pensó Litvak, mientras también aguzaba el oído en espera de oír el mismo murmullo, el del tren procedente de Klagenfurt, que estaba a punto de llegar. Y llegó el tren que, con un leve estremecimiento, se detuvo ante el andén. Los primeros pasajeros de cansada expresión bajaron al andén. Un par de taxis avanzaron unos metros y volvieron a detenerse. Apareció un fatigado grupo de excursionistas, suficientes para llenar un vagón, todos ellos con la misma etiqueta en sus maletas.

Litvak rogó: «Hacedlo ahora, agarrad el coche y largaos aprovechando el tránsito más denso, actuad tal como debéis.»

Litvak no estaba aún preparado para lo que realmente hicieron. Un hombre y una mujer entrados en años se encontraban en la parada de taxis y detrás de ellos había una muchacha de modesto aspecto, como una niñera o una acompañante. La chica iba con un vestido de color castaño y un sombrerito, también castaño, con el ala baja. Litvak se fijó en ella, tal como se fijó en muchas otras personas que se hallaban en el mismo lugar, se fijó con su visión adiestrada y clara, a la que la tensión daba aún más claridad. Una linda muchacha que llevaba una pequeña bolsa de viaje. La pareja entrada en años llamó a un taxi, lo cual hicieron los dos a la vez, en tanto que la muchacha se mantenía detrás, cerca de ellos, observando cómo el taxi se acercaba. La pareja entrada en años subió al taxi, y la muchacha les ayudó, entregándoles maletas y paquetes. Se trataba evidentemente de la hija de los otros dos. Litvak volvió a observar el Mercedes, y, a continuación, la motocicleta. Si algún pensamiento dedicó a la muchacha vestida de castaño, este pensamiento le dijo que seguramente había subido en el taxi alquilado por sus padres. Era lo natural. Y no fue hasta el momento en que Litvak prestó atención al fatigado grupo de excursionistas que avanzaban por la acera en dirección a dos autocares que Litvak, con un sobresalto de pura alegría, se dio cuenta de que aquella chica era su chica, nuestra chica, la chica de la motocicleta. Si, la muchacha se había cambiado las ropas muy de prisa en los retretes y había conseguido de esta manera engañar por el momento a Litvak. Y luego se había unido al grupo de excursionistas para cruzar con ellos la plaza. Litvak estaba todavía embargado por la alegría, cuando la muchacha abrió la puerta del automóvil con su propia llave, arrojó dentro la bolsa de viaje, y se aposentó ante el volante en movimientos tan castos que parecía se dispusiera a ir a la iglesia. Así se alejó, mientras la cadena de la llave de contacto todavía lanzaba destellos en la salida del tubo de escape. Este detalle también hizo las delicias de Litvak. ¡Cuán evidente, cuán lógico! Telegramas duplicados, llaves duplicadas: nuestro jefe tiene fe en multiplicar por dos sus oportunidades.

Litvak dio la orden expresada con una sola palabra, y vio como los seguidores se ponían en marcha: las dos muchachas a bordo de un Porsche, Udi en un Opel grande con la bandera de Europa, pegada por el propio Udi en la parte trasera, después el acompañante de Udi, a bordo de una motocicleta menos llamativa que la de Rossino. Desde la ventana, Litvak vio como la plaza se iba vaciando despacio, cual la gente abandona un teatro. Se fueron los automóviles, se fueron las camionetas, se fueron los peatones, las luces se apagaron en los alrededores de la estación, y a los oídos de Litvak llegó el metálico golpe de alguien que cerraba una puerta, por haber llegado ya la noche. Sólo en las dos posadas quedaban restos de vida.

Por fin, la contraseña que Litvak esperaba sonó en su radio:

- Ossian.

El automóvil se dirigía hacia el norte. Litvak preguntó:

- ¿Y a dónde va Luigi?

- Camino de Viena.

Litvak dijo:

- Espera.

Y se quitó los auriculares para poder pensar más cómodamente y con mayor claridad.

Tenía que tomar una decisión inmediata, y, a fin de cuentas, lo más importante que le

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