Читаем La chica del tambor полностью

Eran las diez. Los restaurantes comenzaban a vaciarse. Un profundo silencio campesino se estaba adueñando de la ciudad. Pero el Mercedes rojo seguía intacto, y la motocicleta no regresó.

Cuando uno ha contemplado un automóvil vacío, uno se da cuenta de que contemplar un automóvil vacío es algo absolutamente estúpido, y Litvak había contemplado muchos automóviles vacíos. Al paso del tiempo y manteniendo la vista fija en él, uno llega a darse cuenta de cuán tonto es un automóvil cuando no hay un ser humano que lo conduzca. Y también se da cuenta de cuán tonto es el ser humano, por haber inventado el automóvil. Al cabo de un par de horas, el automóvil se transforma en el cacharro peor que uno haya contemplado en toda su vida. Uno comienza a soñar en un mundo de peatones y caballos. En huir de la vida de retazos metálicos, y volver a la vida de la carne. A pensar en el propio kibbutz y sus huertos de naranjos. En el día en que el mundo entero se dé cuenta de los riesgos que derramar sangre judía comporta.

Uno desea hacer volar por los aires, destrozados, todos los coches enemigos, y conseguir de una vez para siempre la libertad de Israel.

O uno se acuerda que es la fiesta del sábado, y que la ley dice que más vale salvar un alma trabajando en sábado que observar la fiesta del sábado y no salvar el alma en cuestión.

0 que uno se ha comprometido a casarse con una muchacha poco atractiva y muy devota que a uno no le gusta demasiado, y a asentarse en Herzlia, con una hipoteca, y penetrar en la trampa de ser padre, sin emitir la más leve protesta.

0 uno piensa en el Dios judío, y en ciertas situaciones bíblicas que son paralelas a las de

uno.

Pero sea lo que fuere lo que uno piensa, y sea lo que fuere lo que uno hace, cuando uno es un hombre tan bien preparado como lo era Litvak, y si uno se encuentra en una posición de mando, y si uno pertenece a aquella clase de gente para quien la perspectiva de actuar en contra de los verdugos de los judíos es como una droga que jamás le abandonará a uno, uno no aparta ni siquiera por un segundo la vista del automóvil aparcado.

La motocicleta había regresado.

Había estado en la estación ferroviaria durante cinco minutos y medio, que parecieron una eternidad, de acuerdo con el reloj luminoso de Litvak. Desde la ventana de la oscura habitación del hotel, situada, en línea recta, a menos de veinte yardas, Litvak había estado observando sin descanso. Se trataba de una motocicleta de la más alta cilindrada, japonesa, con matrícula de Viena, y un manillar alto especialmente incorporado. Había dado la vuelta a la plaza con el motor parado, como un fantasma, teniendo como conductor a un ser de sexo todavía indeterminado, con vestido de cuero y casco, y un pasajero o paquete, del sexo masculino y anchos hombros, que recibió al instante el apodo de Melenas, con tejanos y zapatillas de lona, y un pañuelo al cuello, heroicamente anudado en el cogote. La motocicleta aparcó cerca del Mercedes, aunque no tan cerca que pudiera parecer que los motociclistas tuvieran interés alguno en el coche. Si hubiera estado en su lugar, Litvak hubiera hecho lo mismo.

En voz baja, Litvak dijo por la radio:

- Los socios se han reunido.

E inmediatamente recibió cuatro asentimientos. Litvak estaba tan seguro del terreno que pisaba que si en aquel instante los dos motoristas se hubieran atemorizado y se hubiesen dado a la fuga, Litvak hubiera dado la orden sin pensarlo un instante, a pesar de que ello hubiera significado el fin de la operación. Aarón, desde la camioneta de la lavandería se hubiera puesto en pie y les hubiera asado a tiros en la misma plaza. Luego el propio Litvak hubiera bajado y hubiera vaciado un cargador, para mayor seguridad. Pero los dos motoristas no echaron a correr, lo cual fue mucho mejor. Se quedaron montados en la moto, toqueteando el barboquejo del casco y las hebillas de las correas, sin hacer nada durante horas, como suelen hacer los motoristas, aunque en realidad sólo pasaron dos minutos. Siguieron haciéndose cargo de la situación, mirando entradas y salidas, automóviles aparcados y altas ventanas, tales como aquella en la que se encontraba Litvak, aun cuando el equipo de éste había tomado todas las medidas precisas, desde hacía ya largo tiempo, para que no se viera absolutamente nada.

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