«Sigue adelante, muchacha -se repetía en tono decidido una y otra vez, en ocasiones en voz alta-. Es un día soleado y eres una rica fulana que conduce el Mercedes de su amante.» Recitaba versos de Como gustéis, recitaba párrafos de su primera y más importante representación, recitaba párrafos de Santa Juana. Pero, Charlie no pensaba jamás en Joseph. Charlie en su vida había conocido a un israelí, jamás has deseado a ese israelí, jamás cambió sus puntos de vista y su religión por culpa del tal israelí, jamás se convirtió en creación de dicho israelí fingiendo ser creación de su enemigo, jamás se maravilló e inquietó ante las secretas guerras que se desarrollaban en el fuero interno de tal hombre.
A las seis de la tarde, a pesar de que Charlie bien hubiera querido conducir durante toda la noche, vio el cartel que nadie le había dicho que esperase ver, y dijo: «Bueno, parece un sitio agradable, vamos a probarlo.» Así de sencillo. Y Charlie lo dijo en voz alta, con gran optimismo, probablemente a su madre, a su maldita madre. Recorrió una milla más, según indicaba el cartel, penetrando en la zona montañosa, y allí estaba, exactamente igual que lo había descrito aquella inexistente persona. Se trataba de un hotel, construido en el interior de unas ruinas, con un campo de golf en miniatura y una piscina. Y sólo entrar en el vestíbulo, ¿a quién encontró Charlie sino a sus viejos amigos Dimitri y Rose, a quienes había conocido en Mikonos? ¡Santo Dios, mira qué coincidencia querido, es Charlie! ¿Y por qué no cenamos juntos? Para cenar comieron carne asada junto a la piscina y nadaron. Luego la piscina se cerró al público, y como que Charlie padecía insomnio, jugaron con ella al juego de formación de palabras añadiendo cada cual, por turno, una letra, igual que carceleros en la noche anterior a la ejecución de un condenado. Charlie dormitó durante unas poquísimas horas, y a las seis de la mañana estaba de nuevo en la carretera. A media tarde llegó a la frontera austríaca, en cuyo momento el aspecto exterior de Charlie llegó a ser, de una forma brusca, terriblemente importante para ella.
Llevaba una blusa sin mangas, procedente de la generosidad de Michel, se había peinado hacia atrás, y estaba impresionante en los tres espejos de que disponía. A la mayoría de los automóviles les daban la entrada sin trámite alguno, pero Charlie no contaba con tener tanta suerte una vez más. A otros automovilistas les pedían la documentación, y a unos pocos les ordenaban que aparcaran a un lado para proceder a una detenida inspección. Charlie se preguntó si esa selección se hacía al azar o si la policía había recibido información de antemano, o bien si se guiaban por invisibles indicios. Dos hombres vestidos de uniforme avanzaban despacio por la carretera, deteniéndose ante las ventanillas de los automóviles. Uno de ellos iba de verde y el otro vestía uniforme azul. El que iba de azul había inclinado la visera de su gorra de tal manera que parecía un as de la aviación. Los dos miraron a Charlie y dieron un paseo alrededor del automóvil, muy despacio, Charlie oyó que uno de ellos propinaba una patada a un neumático trasero, y Charlie tuvo tentaciones de exclamar, «¡Huy, qué daño!», pero se contuvo debido a que Joseph, en quien no quería pensar, le había dicho no les des confianzas, mantén las distancias, decide que es lo que debes hacer, y haz la mitad de lo que hayas decidido. El hombre vestido de verde le preguntó algo en alemán, y Charlie le contestó en inglés, «Sorry?» Charlie le mostraba su pasaporte inglés, en el que se decía que su profesión era la de actriz. El policía cogió el pasaporte, lo examinó y lo entregó a su compañero. Los dos eran muchachos bien parecidos. Hasta el momento, Charlie no se había dado cuenta de lo muy jóvenes que eran. Rubios, rebosantes de vida, con la mirada clara, y la piel con el permanente tostado propio de las gentes de montaña. Charlie, de buena gana les hubiera dicho, en un arranque directamente encaminado hacia su propia extinción: Me llamo Charlie, por si quieren probarme.