Читаем La chica del tambor полностью

Los cuatro ojos estuvieron fijos en ella, mientras le formulaban preguntas: ahora tú, ahora yo. Charlie dijo que no, sólo unos cien cigarrillos griegos y una botella de ouzo. No, dijo, nada de regalos, de verdad. Apartó la vista de ellos, resistiendo la tentación de coquetear. Bueno, sí, una chuchería para su madre, pero carente de valor. Digamos que unos diez dólares. Abrieron la puerta y le pidieron que les mostrase la botella de ouzo, aunque Charlie tenía la astuta sospecha de que los dos policías, después de haber lanzado una profunda mirada a su escote, ansiaban ver sus piernas para tener una visión del conjunto. El ouzo se encontraba en un cesto al lado de Charlie, en el suelo. Inclinándose sobre el asiento contiguo, Charlie cogió el ouzo, de manera que su falda se abrió, lo cual fue accidental en un noventa por ciento, aunque por un instante su muslo izquierdo quedó al descubierto hasta la cadera. Charlie levantó la botella para mostrarla a los policías, y, en el mismo instante sintió que algo frío y húmedo golpeaba su carne desnuda. «¡Dios mío, me han apuñalado!» Charlie soltó una exclamación y se llevó la mano al punto en cuestión, y quedó pasmada al ver, estampado en su muslo, el sello de goma, en tinta azulenca, que daba constancia de su entrada en Austria. Se enojó tanto que poco faltó para que atacara a los policías. Pero, al mismo tiempo, se sintió tan aliviada que poco le faltó para echarse a reír a grandes carcajadas. Si las palabras de cautela de Joseph no la hubieran detenido, Charlie hubiera abrazado a los dos policías por su increíble, adorable e inocente generosidad.

Charlie había cruzado la frontera y se sintió maravillosa. Alzó la vista al espejo retrovisor y vio a los dos simpáticos muchachos despidiéndola con la mano, en tímido ademán, lo cual hicieron durante treinta y cinco minutos, sin prestar la menor atención a los restantes automóviles que esperaban.

Charlie jamás había amado tanto a los representantes de la autoridad.

La larga espera de Shimon Litvak comenzó a primera hora de la mañana, ocho horas antes de que se diera la noticia de que Charlie había cruzado felizmente la frontera, y dos noches y un día después de que Joseph, actuando en representación de Michel, hubiera mandado los telegramas duplicados al abogado de Ginebra, para su transmisión al cliente de éste. Ahora era media tarde y Litvak había cambiado la guardia tres veces, pero nadie se aburría, y todos estaban muy alerta. El problema de Litvak no consistía en mantener a su equipo alerta, sino en convencer a sus miembros que debían descansar debidamente, durante las horas libres.

Desde su puesto de mando en la suite nupcial de un viejo hotel, Litvak contemplaba una linda plaza de mercado, de Carintia, principalmente caracterizada por dos posadas tradicionales, con mesas en el exterior, un pequeño aparcamiento, y una antigua y simpática estación ferroviaria, en la que la caseta del jefe de estación estaba coronada con una cúpula en forma de cebolla. La posada que más cerca de Litvak se hallaba tenía el nombre de «El Cisne Negro», y contaba orgullosamente con un acordeonista, pálido y retraído muchacho que tocaba demasiado bien para sentirse feliz, y lanzaba furiosas miradas a los automóviles, cuando pasaban ante él, lo cual hacían con excesiva frecuencia. La segunda posada se llamaba «Las Armas del Carpintero», y tenía un cartel dorado, muy bello, con representaciones de las herramientas del oficio. «Las Armas del Carpintero» tenía clase: manteles blancos y truchas que se podían elegir en un tanque al aire libre. En aquella hora del día pasaban pocos viandantes. Y un calor denso y polvoriento sumía el paraje en una agradable somnolencia. En la parte exterior del «Cisne» dos muchachas tomaban té y soltaban risitas mientras conjuntamente escribían una carta, siendo su tarea la de formar una lista de las matrículas de todos los vehículos que entraban o salían de la plaza. En la parte exterior de «Las Armas del Carpintero», un joven y grave sacerdote bebía sorbitos de vino y leía su breviario, y en el sur de Austria nadie pide a un sacerdote que se vaya por pelmazo que sea. El verdadero nombre del sacerdote era Udi, abreviación de Ehud, el zurdo asesino del rey de Moab. Lo mismo que su tocayo, el joven sacerdote iba armado hasta los dientes y también era zurdo, y se encontraba allí por si acaso fuese preciso luchar. En retaguardia el sacerdote tenía a una pareja de ingleses de media edad sentados en su Rover, en el aparcamiento, que, al parecer dormían para superar los efectos de un excelente almuerzo. De todas maneras, tenían entre los pies armas de fuego, y otras armas de diversas clases al alcance de la mano. Su radio estaba sintonizada con la camioneta de comunicaciones aparcada a doscientos metros, en la carretera de Salzburgo.

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