Читаем La chica del tambor полностью

Charlie lo aceptó con remilgado ademán, y arrancó el plástico. Cogió el lápiz. En él había marcas de mordeduras, lo cual indicaba lo que Charlie aún hacía con los lápices: los chupaba. Echó una ojeada a diez o doce páginas. Las anotaciones hechas por Schwili eran breves, pero gracias a la intuición de Leon y a la memoria electrónica de la señorita Bach, resultaban exactamente las propias de Charlie. Nada había referente a la temporada de Nottingham, ya que Michel había sido un ataque por sorpresa. En cuanto a la temporada de York había una gran «M» con un interrogante, todo ello dentro de un círculo. En una esquina de la hoja correspondiente a aquel día había un alargado dibujo abstracto, un dibujo contemplativo, que era la clase de dibujos abstractos que Charlie trazaba cuando se hallaba en estado de ensoñación. Se hacía referencia a su automóvil: «El Fiat a Eustace, a las 9.» También a su madre: «1 semana falta para el cumpleaños de mamá, comprar regalo ahora.» Había referencia a Alastair: «A la Isla de Wight, ¿el comercial Kellog's?» Charlie recordaba que no había ido allá, debido a que la Kellog había encontrado un actor más competente y menos borracho. En los días correspondientes a la menstruación había líneas sinuosas, y la burlona anotación: «Rebajada de juegos.» Después de buscar los días correspondientes a las vacaciones griegas, Charlie encontró la palabra Mikonos, escrita en grandes letras mayúsculas, y, al lado las horas de llegada y de salida. Pero cuando Charlie llegó al día correspondiente a su llegada a Atenas, la doble página, en su integridad, estaba ilustrada con una bandada de pájaros en pleno vuelo, dibujada con bolígrafos rojo y azul, de manera que parecía un tatuaje de marinero. Charlie dejó caer el pequeño diario en el bolso, y cerró éste con un seco sonido del cierre. Aquello era demasiado. Se sentía sucia y con su intimidad invadida. Quería conocer a gente nueva a la que todavía pudiera sorprender, a gente que fuera incapaz de fingir sus sentimientos, los de Charlie, ni su caligrafía, de tal manera que ni ella misma podía distinguir lo genuino de lo falsificado. Quizá Joseph se hubiera ya dado cuenta de los sentimientos de Charlie. Quizá los supo adivinar en la brusquedad de los modales de ésta. Al menos esto esperaba Charlie. Joseph, con la mano enguantada, mantenía la puerta del Mercedes abierta para que Charlie entrara en él. Charlie entró muy de prisa. Joseph le ordenó:

- Mira los papeles una vez más.

Con la vista fija al frente, Charlie repuso:

- No hace falta.

- ¿Número de la matrícula del automóvil?

Charlie lo dijo.

- ¿Fecha de registro?

También lo dijo. Lo dijo todo, todas las invenciones dentro de otras invenciones, dentro de otras invenciones. El automóvil era propiedad de un médico de Munich que estaba de moda y que era el actual amante de Charlie, cuyo nombre Charlie dio con seguridad. El automóvil estaba registrado y asegurado a nombre de dicho doctor. O si no, vean los papeles falsificados.

- ¿Y por qué no está contigo este diligente médico? Esta pregunta te la hace Michel, ¿comprendes?

Si, Charlie comprendía. Repuso:

- Esta mañana tuvo que regresar desde Tesalónica para atender un caso urgente. Accedí a conducir el automóvil, en su lugar. El médico se encontraba en Atenas para dar una conferencia. Hemos hecho turismo juntos.

- ¿Y cuándo conociste al médico ese?

- En Inglaterra. Es amigo de mis padres. Les cura las resacas. Mis padres son inmensamente ricos.

- Para un caso extremo, para un caso de necesidad, llevas en el bolso los mil dólares que Michel te prestó para el viaje. También cabe la posibilidad de que esa gente, teniendo en cuenta las molestias que le has causado y el tiempo que te ha tenido que dedicar, acepte elegantemente cierta ayuda económica por tu parte. ¿Cómo se llama la esposa?

- Renate, y la odio.

- ¿Los hijos?

- Christoph y Dorotea. Y yo sería una madre para ellos si Renate hiciera el favor de no entrometerse en mis relaciones con ellos. Y ahora quiero irme. ¿Algo más?

- Sí.

Mentalmente, Charlie se preguntó ¿cómo, por ejemplo, que me amas? ¿Cómo, por ejemplo, que te sientes un poco culpable por mandarme a cruzar media Europa con un automóvil cargado de explosivos rusos de alta calidad?

Con la misma pasión que emplearía para examinar su carnet de conducir, Joseph le aconsejó:

- No te confíes en exceso. No todos los policías fronterizos son tontos u obsesos sexuales.

Charlie se había prometido no decir frase alguna de despedida, y era posible que Joseph hubiera hecho lo mismo. Charlie dijo:

- Bueno, pues adelante, Charlie.

Y puso en marcha el motor.

Joseph no agitó la mano ni sonrió, aunque quizá Joseph repitió:

- Adelante Charlie.

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