Читаем La chica del tambor полностью

Sin que apareciera la nota del rencor en su voz, Kurtz insistió: -Se dice «Buenos días, señora».

Joseph, en voz baja, dijo a Charlie:

- No contestes.

Michel dijo:

- Señora.

Kurtz ordenó:

- Hacedle escribir algo.

Y soltó a Michel. Sentaron a éste ante una mesa, colocando en ella papel y pluma, pero Michel poco pudo hacer. A Kurtz esto último le importó muy poco. Decía: «Mira cómo coge la pluma, cómo de una manera natural se le curvan los dedos para trazar los signos árabes.» Añadió:

- Quizá una noche te despertaste y le encontraste despierto, haciendo cuentas. ¿Comprendes? En este caso, tenía ese aspecto.

Mentalmente, Charlie hablaba a Joseph. «Sácame de aquí. Me parece que me voy a morir.» Oyó el pesado sonido de los pies de Michel, mientras le hacían subir la escalera quitándole del alcance de la vista y del oído de los presentes. Pero Kurtz no dio respiro a Charlie, tal como tampoco se lo concedía a sí mismo:

- Charlie, tenemos que hacer otra cosa, dentro de esta campaña. Y creo que más vale que nos ocupemos de ello ahora mismo, incluso si ello resulta un poco pesado. Ya sabes, hay ciertas cosas que deben hacerse.

En el cuarto había silencio, igual que en cualquier otro cuarto de estar normal y corriente. Cogida al brazo de Joseph, Charlie subió la escalera, siguiendo a Kurtz. Sin saber exactamente por qué, a Charlie le pareció más cómodo arrastrar un poco los pies, igual que Michel.

El sudor había dejado pegajosa la barandilla de madera. En los peldaños había tiras de color que parecían papel de lija, pero Charlie, al pisarlas, no oyó el sonido rasposo que lógicamente cabía esperar. Charlie se fijó atentamente en estos detalles debido a que hay momentos en que los detalles son lo único que nos vincula con la realidad. Vio un retrete con la puerta abierta, pero cuando se fijó más advirtió que no había tal puerta, sino solamente el vano, y que de la cisterna no colgaba cadena alguna. Charlie supuso que, cuando uno está obligado a ir arrastrando a un preso de un lado para otro durante todo el día, incluso en el caso de que el prisionero esté tan drogado que no sepa lo que hace, uno tiene que pensar en estos detalles, sí, uno tiene que conservar la casa en buen orden. Hasta que no hubo meditado debidamente estos importantes detalles, Charlie se negó a reconocer ante sí misma que acababa de entrar en un cuarto acolchado, con una sola cama, adosada a la pared del fondo. Y en la cama, sentado, estaba de nuevo Michel, desnudo, con la única salvedad de su medallón de oro, con las manos en el sexo, y sin apenas una arruga en barriga o vientre. Los músculos de sus hombros eran sólidos y redondeados, los del pecho eran planos y anchos, y las sombras que había abajo eran límpidas como rayas trazadas con tinta china. En obediencia a una orden dada por Kurtz, los dos muchachos pusieron en pie a Michel y apartaron del sexo las manos. El sexo era bien desarrollado, circunciso y hermoso. Silenciosamente, con las cejas fruncidas en expresión de desaprobación, el muchacho con barba indicó una blanca mancha de nacimiento, como una mancha de leche, en un flanco, después la marca oscura de una cicatriz resultante de una herida con arma blanca en el hombro derecho, y luego el tierno arroyuelo de vello negro que descendía desde el ombligo. En silencio, obligaron a Michel a dar media vuelta sobre sí mismo, y Charlie se acordó de Lucy y de la clase de espalda que más le gustaba a su amiga, una espalda con la columna vertebral profundamente hendida entre los músculos. Pero en aquella espalda no había orificios de bala, no había nada que menguase su pura belleza.

Kurtz dijo:

- Mostradle los pies.

Tumbaron a Michel de espaldas y le levantaron los pies para que Charlie los viera. Charlie vio las cicatrices producidas por los azotes que los jordanos propinaron a Michel, cuando aún era un niño. Eran extraños surcos en las plantas que terminaban en manchas blancas, en los extremos del puente del pie. Comenzaron a poner de nuevo en pie a Michel, pero Joseph pareció haber llegado a la conclusión de que Charlie ya había gozado durante demasiado tiempo del espectáculo, y Joseph ya la estaba conduciendo de prisa, escaleras abajo, sosteniéndola con un brazo alrededor de la cintura, y cogiéndole con la otra mano la muñeca, con tal fuerza que causaba dolor a la muchacha. En el lavabo junto al vestíbulo, Charlie se detuvo el tiempo suficiente para vomitar, pero lo que más ardientemente deseaba era irse. Salir de aquel piso, apartar de su vista a aquellos hombres, apartarlos de su mente y de su piel.

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