Algunos viernes iba al pub que solía frecuentar Al, y los miércoles iba con dos botellas de cerveza a visitar a la señorita Dubber, que vivía en la esquina, fulana retirada, procedente de coros de revista musical. La señorita Dubber padecía artritis y otras varias enfermedades graves, y lanzaba maldiciones contra su cuerpo con el mismo entusiasmo con que en mejores tiempos las lanzaba contra los amantes tacaños. Charlie, en justa correspondencia, regalaba los oídos de la señorita Dubber con maravillosas historias inventadas acerca de escándalos en el mundo del espectáculo, y las dos se reían tan estentóreamente que los vecinos tenían que subir el volumen del televisor para ahogar el ruido.
Por lo demás, Charlie se sentía incapaz de tratar con gente, a pesar de que su carrera de actriz le había proporcionado la amistad de diez o doce grupos de personas a las que podía visitar cuando quisiera.
Habló por teléfono con Lucy y acordaron verse, pero no concertaron una cita concreta. Descubrió que Robert se encontraba en Bettersea, pero el grupo de Mikonos era ya algo así como los condiscípulos que no se han visto en diez años. No podían compartir nada, ya que nada les quedaba. Comió un curry con Willy y Pauly, pero aquellos dos estaban ya proyectando separarse y la comida fue un fracaso. Intentó ver a otros amigos del alma, de otros tiempos, pero tampoco estos encuentros fueron un éxito, después de lo cual Charlie se transformó en una solterona. Regaba los árboles jóvenes de su calle, cuando el tiempo era seco, y colgaba bolsas en su ventana con comida para los gorriones, debido a que ésta era una de las señales que Charlie destinaba a Joseph, al igual que la pegatina del Desarme Mundial en su automóvil, y la «C» de latón pegada a una porción de cuero cosida al bolso para llevar colgado del hombro. Joseph llamaba a estos signos las «señales de seguridad» de Charlie, y le enseñaba reiteradamente la manera de usarlas. La desaparición de cualquiera de estas señas significaba un grito en petición de auxilio. Y en el bolso de Charlie vivía un gran pañuelo de seda blanca, totalmente nuevo, que no tenía la misión de indicar una rendición, sino la de decir, «Han venido», caso de que vinieran. Llevaba su diario íntimo de bolsillo, que continuaba a partir del punto en que el comité literario había dejado de escribirlo. Terminó la reparación de un bordado, de carácter pictórico, que había comprado antes de ir de vacaciones, y que representaba a Lotte en Weimar, agonizando sobre la tumba de Werther. Sí, yo otra vez, entregada al clasicismo. Escribió largas cartas a su ausente, pero poco a poco dejó de echarlas al buzón.
«Michel, querido Michel, por favor, ven a mi lado.»
Pero Charlie se mantenía apartada de los grupos radicales, no iba a las librerías subversivas de Islington, a las que solía ir para tomar café en un ambiente soporífero. Y, ante todo, se mantenía alejada del airado grupo de St. Pancras, cuyos panfletos basados en la cocaína Charlie solía distribuir, debido a que nadie más quería hacerlo. Por fin, pudo retirar del taller de Eustace, el mecánico, su automóvil, un viejo Fiat que Al estrelló, y que, en el día de su cumpleaños, Charlie aireó un poco por primera vez, llevándolo hasta Rickmansworth, para visitar a su maldita madre y entregarle el mantel que para ella había comprado en Mikonos. Por norma general, Charlie temía esas visitas a su madre, con la trampa del almuerzo del domingo, con tres clases de hortalizas y un pastel de ruibarbo, todo ello seguido del detallado relato, a cargo de su madre, de todas las maldades de que el mundo la había hecho objeto desde la última visita de su hija. Pero, en esta ocasión, con la consiguiente sorpresa de Charlie, la conversación con su madre fue deliciosa. Durmió en casa de su madre y, al día siguiente, se puso en la cabeza un pañuelo oscuro, jamás el blanco, y llevó en su automóvil a su madre a la iglesia, teniendo buen cuidado de no acordarse de la última vez que había llevado un pañuelo en la cabeza. Al arrodillarse, Charlie se sintió conmovida por unos imprevistos restos de piedad religiosa, y puso fervientemente sus diversas identidades al servicio del Señor. Al escuchar la música del órgano, Charlie se echó a llorar, lo cual le indujo a preguntarse hasta qué punto ejercía el control de su mente.
«Se debe a que no puedo enfrentarme con la necesidad de regresar a mi piso», pensó.