Читаем La chica del tambor полностью

Lo que desconcertaba a Charlie era la fantasmal manera en que su piso había cambiado para recibir aquella nueva identidad en la que con tanto cuidado Charlie se iba metiendo. De entre todo lo que formaba su nueva vida, la insidiosa reconstrucción de su piso durante su ausencia era lo que más la perturbaba. Hasta el momento, Charlie había estimado que su piso era el más seguro entre todos los lugares, algo así como un Ned Quilley arquitectónico. Había sucedido en la ocupación del piso a un actor sin trabajo que, después de haberse dedicado a ladrón, se había retirado, trasladándose juntamente con su amiguete a España. El piso se encontraba en el extremo norte de Camden Town, encima de un café indio de Goa, con clientela de transportistas, que comenzaba a animarse a las dos de la madrugada y que seguía despierto hasta las siete, sirviendo Samosas y desayunos de comida frita. Para llegar hasta su escalera, Charlie tenía que pasar por un angosto lugar entre los retretes y la cocina, y luego cruzar un patio, lo cual comportaba el ser objeto de detenida observación por parte del dueño, del cocinero, y del descarado amiguete del cocinero, por no hablar ya de cuantos estuvieran en el retrete. Y cuando Charlie llegaba a lo alto de la escalera tenía que cruzar una segunda puerta, antes de entrar en sus atemorizados dominios, que estaban formados por un cuarto de buhardilla con la mejor cama del mundo, un cuarto de baño y una cocina, todo ello independiente e independientemente pagado.

Pero ahora, de repente, Charlie había perdido el consuelo de la seguridad. Se lo habían robado. Tenía la impresión de que hubiera alquilado su habitáculo a otra persona, durante su ausencia, y que esta persona, que era un hombre, hubiera hecho todo género de modificaciones erróneas, para favorecer a Charlie. Sin embargo Charlie ignoraba cómo habían podido penetrar en su piso sin que nadie se diera cuenta de ello. Cuando hizo las pertinentes indagaciones en el café, le dijeron que allí nada sabían. Por ejemplo, en su mesa escritorio encontró, amontonadas en el extremo más alejado, todas las cartas que Michel le había dirigido, es decir las cartas originales cuyas fotocopias había visto en Munich. Allí estaba también su dinero de reserva, que ascendía a unas trescientas libras en billetes de cinco, detrás de la pequeña y rajada alacena del cuarto de baño, que era el lugar en que Charlie guardaba la marijuana, en las temporadas en que fumaba. Charlie trasladó el dinero a un hueco debajo del parquet, luego lo devolvió al baño y luego debajo del parquet una vez más. Luego estaban las reliquias, los adorados recuerdos de su gran aventura amorosa a partir del primer día en Nottingham: carteritas de cerillas del motel; el barato bolígrafo con el que había escrito sus primeras cartas a París; las primeras orquídeas recibidas, aplanadas mediante un peso entre las páginas del libro de cocina Mrs. Beeton; el primer vestido que su gran amor le había regalado -que fue en York, donde acudieron los dos juntos a la tienda-; los horribles pendientes que le había regalado en Londres y que Charlie no podía llevar como no fuera para complacer a su amante… En realidad cosas cual las contadas, Charlie casi las esperaba, y, además, Joseph se lo insinuó. Lo que perturbaba a Charlie era que estos objetos, estos menudos detalles, a medida que Charlie fue conviviendo con ellos, llegaron a ser más propios de ella misma de lo que ella misma era: en su librería, las relucientes y muy manoseadas obras de información sobre Palestina, con cautelosas dedicatorias de Michel; en la pared el cartel de propaganda palestina, con la cara de rana del primer ministro de Israel crudamente representada encima de las siluetas de refugiados árabes; junto al cartel el conjunto de mapas en colores reflejando la expansión territorial de Israel desde 1967, con un signo de interrogación trazado por la propia Charlie sobre Tiro y Sidón, signo nacido de la lectura de las reclamaciones de estos territorios por Ben Gurion; y la pila de mal impresas revistas en lengua inglesa, de propaganda anti-israelita.

Soy yo desde la cabeza a los pies, pensó Charlie, mientras repasaba despacio aquella colección de objetos. Si, en cuanto me entusiasmo con algo, ya no hay quien me pare.

Pero esto no lo hice yo. Lo hicieron ellos.

Pero decir lo anterior en nada ayudaba a Charlie. Y, al paso del tiempo, ni siquiera retuvo en su mente esta distinción. «Michel, ¡por el amor de Dios!, ¿te han hecho prisionero?»

Перейти на страницу:

Похожие книги