Читаем La chica del tambor полностью

En la mañana siguiente repitieron nostálgicamente las mismas excursioncillas que ella y Michel habían hecho por los contornos del hotel hasta que el deseo recíproco les obligó a regresar al motel. Lo hicieron todo para refrescar los recuerdos visuales de Charlie, cual explicó muy seriamente Joseph, lo cual daba, por añadidura, la confianza de haberlo visto realmente. Entre estas lecciones, y a modo de descanso, Joseph le enseñó otras cosas. Señales silenciosas, las llamaba, y también le enseñó un método de escritura secreta en el interior de paquetes de cigarrillos Marlboro, método que, sin saber por qué, Charlie fue incapaz de tomar en serio.

Varias veces se reunieron en una sastrería teatral, detrás del Strand, por lo general después de los ensayos.

Una gigantesca señora rubia de unos sesenta años, ataviada con muy anchas ropas, decía a Charlie cada vez que ésta entraba en la tienda:

- ¿Ha venido para las pruebas, verdad, querida? Por aquí, querida.

Y la conducía a un dormitorio situado en la parte trasera, en donde Joseph estaba sentado esperándole, cual el cliente espera a la prostituta. El otoño te sienta bien, pensó Charlie, al fijarse de nuevo en la escarcha que cubría las sienes de Joseph, y en el color rosáceo de sus austeras mejillas. Te sienta bien y siempre te sentará bien.

La mayor preocupación de Charlie consistía en averiguar una manera de poder entrar en contacto con Joseph: «¿En dónde te alojas? ¿Cómo puedo entrar en contacto contigo?»

Joseph contestaba que a través de Cathy. Tienes las señales de seguridad y tienes a Cathy.

Cathy era el vínculo de Charlie con la vida, la oficina de recepción de Joseph, y la protectora de la exclusividad de éste. Todas las tardes, entre seis y ocho, Charlie entraba en una cabina telefónica, siempre diferente, y marcaba un número del West End, con el fin de que Cathy la guiara a través del día: la manera en que se habían desarrollado los ensayos; qué noticias había de Al y de su grupo; cómo se encontraba Quilley; si se había hablado de nuevas interpretaciones; si ya había celebrado entrevistas con referencia a la película; y qué era lo que Charlie necesitaba, en el caso de que necesitara algo. A menudo, la conversación telefónica duraba una hora o más. Al principio, Charlie sentía antipatía hacia Cathy por considerar que representaba una mengua de sus relaciones con Joseph, pero poco a poco Charlie llegó a esperar con placer las conversaciones con Cathy, debido a que ésta resultó ser muy ingeniosa, dentro de un estilo algo anticuado, y que estaba dotada de muy notable sabiduría práctica. La imagen que Charlie tenía de Cathy era la de una persona cordial, serena y posiblemente canadiense, parecida a una de aquellas imperturbables doctoras psiquiatras a cuya consulta acudía Charlie, en la Tavistock Clinic, después de haber sido expulsada de la escuela, cuando Charlie creía que estaba a punto de volverse loca. Y esta interpretación de Charlie era notablemente inteligente, por cuanto si bien la señorita Bach no era canadiense, sino norteamericana, pertenecía a una familia en la que había habido médicos durante muchas generaciones.

La casa de Hampstead que Kurtz había alquilado para que en ella se aposentaran los vigilantes era muy grande, y se alzaba en un tranquilo paraje, frecuentado por los automóviles de enseñanza de conducción de las escuelas Finchley. Los propietarios de dicha casa, obedeciendo una insinuación de Marty, su buen amigo de Jerusalén, se habían trasladado disimuladamente a Marlow, pero la casa que habían dejado momentáneamente seguía siendo una fortaleza de discreta e intelectual elegancia. En la sala de estar había cuadros debidos a Nolde, una fotografía de Thomas Mann firmada por el autor en cuestión estaba colgada en el invernadero, y una jaula de pájaros que cantaba si se le daba cuerda, así como una biblioteca con gimientes sillones de cuero, y una sala de música con un gran piano Bechstein. Había una sala de ping-pong en el sótano, y en la parte trasera de la casa había un denso y enmarañado jardín, con una gris y agrietada pista de tenis, en tan mal estado que los muchachos de la familia habían tenido que inventar un juego nuevo, consistente en una especie de golf-tenis, para aprovechar los muchos orificios y baches. En la parte delantera de la casa había una caseta de guarda en la que los vigilantes pusieron un cartel que decía «Grupo de estudios hebraicos y humanistas. Entrada sólo a los alumnos y al personal», cartel que en Hampstead no producía la menor sorpresa.

Перейти на страницу:

Похожие книги