Читаем La chica del tambor полностью

El aviso llegó el día dieciocho. Un telex desde Ginebra les puso en alerta, y una llamada telefónica desde París les dio luz verde. Antes de que transcurriera una hora, las dos terceras partes del equipo se hallaban en camino, avanzando hacia el oeste, bajo una torrencial lluvia.


17


La compañía se llamaba «Los Herejes», e iniciaba su gira en Exeter ante un público recién salido de la catedral, formado por mujeres medio enlutadas y por viejos sacerdotes al borde de las lágrimas, con carácter permanente. Cuando no tenían primera sesión, los miembros de la compañía vagaban aburridos por la ciudad, y, por la noche, después del espectáculo, comían queso y bebían vino, en compañía de ardientes enamorados de las artes, debido a que formaba parte del programa el compartir la cama con los nativos.

En Plymouth actuaron en la base naval, ante un público formado por desorientados oficiales de la Armada, todos jóvenes, que sufrieron horrores ante la duda de si era preciso conceder a los tramoyistas, aunque sólo fuera temporalmente, la condición de caballeros y darles entrada al comedor de oficiales.

Pero tanto Exeter como Plymouth eran ciudades de perdición y vida fácil, en comparación con la pequeña y húmeda ciudad de minería del granito, en un extremo de la península de Cornualles, con sus callejas cegadas por la niebla marítima, y con sus árboles retorcidos por la furia de las galernas. Los actores habían quedado repartidos en diez o doce casas de huéspedes, y a Charlie le tocó en suerte alojarse en una casa con tejas de pizarra, que formaba como una isla totalmente rodeada de hortensias, en la que el estrépito de los trenes que se dirigían hacia Londres, mientras Charlie yacía en cama, la hacía sentirse igual que el náufrago que desde su balsa ve pasar grandes buques, a lo lejos. El teatro en el que actuaba no era más que un improvisado escenario dentro de un pabellón de deportes, y desde este escenario de gimientes maderas, al olfato de Charlie llegaba el olor a cloro de la piscina, y a sus oídos llegaba el golpear de las pelotas contra un frontón. El público estaba integrado por gente mayor y pueblerina, con grandes pretensiones, en cuyos ojos embrutecidos y envidiosos se leía que cualquiera de los presentes lo haría mejor que los actores y actrices, si algún día accediera a caer tan bajo. Por fin, el camerino era un vestuario para mujeres, y éste fue el lugar en el que entregaron a Charlie las orquídeas, mientras ésta se maquillaba, faltando diez minutos para levantar el telón.

Charlie las vio por vez primera en el largo espejo ante las piletas, vio que entraban flotando por la puerta, envueltas en húmedo papel blanco. Vio que las orquídeas dudaban, y, luego, que avanzaban dubitativamente hacia ella. Pero Charlie siguió maquillándose como si en su vida hubiera visto una orquídea, y menos todavía orquídeas con una tarjeta, entregadas en el camerino, poco antes de que se alzara el telón, cual se hubiera alzado si hubiera habido telón. Orquídeas que, como un niño envuelto en papel, llevaba en brazos una vestal de Cornualles de cincuenta años de edad, llamada Val, con negras trenzas, y una sonrisa de tonto desinterés.

Con remilgo, Val dijo:

- Y en estos precisos instantes te proclamo la bella Rosalind.

Se produjo un hostil silencio, durante el cual todas las mujeres de la compañía saborearon la tontería de Val. Corrían los instantes en que los actores y las actrices más nerviosos están y en que menos hablan.

Charlie dijo:

- Bueno, sí, soy Rosalind. ¿A qué viene esto?

Y siguió perfilándose las líneas de los párpados, para indicar que le importaba muy poco la respuesta que aquella mujer pudiera darle.

Comportándose con indudable valentía, Val dejó ceremoniosamente las orquídeas en la pileta, y se fue sigilosamente, mientras Charlie cogía el sobre sin el menor disimulo, de manera que todos lo vieron. «Para la señorita Rosalind.» Escrito con caligrafía continental, y con bolígrafo azul en vez de tinta negra. Dentro había una tarjeta de visita, también continental, de papel muy brillante. El nombre estaba escrito con letra realzada, en mayúsculas inclinadas al frente: «ANTON MESTERBEIN, GINEBRA.» Debajo había una sola palabra: «Justicia.» No había otro mensaje, ni tampoco las palabras Joan, espíritu de mi libertad.

Charlie fijó su atención en el otro ojo, con mucho cuidado, como si aquel ojo fuera lo más importante del mundo. Una pastora que estaba sentada ante la pileta contigua, recién salida de la escuela, y con una edad mental de quince años, preguntó:

- ¿Quién es, Chas?

Concentrando toda su atención en su propia cara reflejada en el espejo, Charlie estudió críticamente su trabajo de maquillaje. La pastora dijo:

- Habrán costado un dineral, ¿no crees, Chas?

Como un eco, Charlie repitió:

- ¿No crees, Chas?

¡Es él!

¡Un mensaje de él!

En este caso, ¿por qué no está aquí? ¿Por qué no ha escrito la nota de su puño y letra?

«En nadie confíes -le había advertido Michel-. Desconfía especialmente de aquellos que dicen conocerme.»

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