Читаем La chica del tambor полностью

En conjunto eran catorce, incluyendo a Litvak, pero se repartieron en las cuatro plantas con tal discreción y gatuno silencio que parecía que en la casa no hubiera nadie. El estado de la moral del grupo nunca había sido un problema, y la casa de Hampstead tuvo la virtud de elevarlo todavía más. A todos les gustaba aquel mobiliario oscuro, así como la sensación de que todos los objetos a su alrededor parecían saber más cosas que ellos. Les gustaba trabajar durante todo el día y a menudo durante media noche, así como el haber regresado a aquel templo de elegante vivir judío, como también les gustaba vivir a tono con su legado histórico. Cuando Litvak interpretaba a Brahms, lo cual hacía muy bien, incluso Rachel, que era una fanática de la música pop, se olvidaba de sus prejuicios y bajaba a escucharle, a pesar de que, cual a menudo le recordaban, Rachel se había rebelado, al principio, ante la idea de volver a Inglaterra, e hizo ostentación de no viajar al amparo de un pasaporte inglés.

Animados por tan estupendo espíritu de equipo, se dispusieron a esperar, con puntualidad de reloj. Sin necesidad de que nadie se lo dijera, no entraron en los bares y restaurantes del barrio, y evitaron el trato con el vecindario. Por otra parte tomaron la precaución de mandarse correo a sí mismos, así como de comprar periódicos y leche, y hacer todas esas cosas que las personas observadoras echarían en falta. Fueron mucho en bicicleta, y les divirtió grandemente enterarse de los muy distinguidos, y a veces discutibles, judíos que habían estado allí antes que ellos, y ni una de ellas dejó de rendir honores, con reservas, a la casa de Friedrich Engels y a la tumba de Karl Marx, en el cementerio de Highgate. Su parque móvil se encontraba en un elegante garaje, pintado de color de rosa, junto a Haverstock Hill, en donde había un viejo Rolls plateado, con las palabras «No está en venta» pintadas en el vidrio de una ventanilla. El propietario del garaje era un hombre llamado Bernie, hombre corpulento, que gruñía al hablar, con la cara oscura, ataviado con un traje azul, que solía llevar un cigarrillo medio consumido entre los dientes, y que se cubría con un sombrero azul, de alas duras y vueltas hacia arriba, parecido al que usaba Schwili, y que no se quitaba siquiera mientras escribía a máquina. Este hombre tenía gran número de camionetas, automóviles, motocicletas y placas de matrículas, y el día en que los vigilantes llegaron puso un gran cartel que decía: «SOLO CONTRATISTAS. VISITANTES ABSTENERSE.» Este hombre dijo a sus colegas en el negocio, refiriéndose a los vigilantes, a los que calificó rudamente: «Un atajo de inútiles. Dicen que son de una compañía de cine. Alquilaron todo lo que tenía en mi maldita tienda, y me pagaron a tocateja. ¿Cómo iba a resistirme?»

Todo lo cual era verdad, hasta cierto punto, ya que ésta era la historia que los vigilantes habían acordado contar a Bernie. Pero a Bernie no había quien le engañara, ya que, en sus buenos tiempos, también había andado metido en asuntejos parecidos.

Entretanto, casi todos los días, llegaba alguna que otra noticia, a través de la embajada en Londres, noticias como la de una distante batalla recientemente librada. Rossino había ido de nuevo al piso de Yanuka en Munich, en esta ocasión acompañado de una mujer rubia que constituía una demostración de las teorías de los vigilantes acerca de la chica llamada Edda. Fulano había visitado a Zutano en París, o en Beirut, o en Damasco o en Marsella. A raíz de la identificación de Rossino, se habían abierto nuevos caminos en diez o doce direcciones diferentes. Tres veces por semana, Litvak les reunía a todos, les daba instrucciones e información, y organizaba una libre discusión de la situación. En los casos en que se habían tomado fotografías, Litvak organizaba también una sesión de diapositivas, y daba breves conferencias acerca de nombres falsos recién descubiertos, de pautas de comportamiento personal, de gustos individuales y de costumbres en el desempeño del oficio. Periódicamente montaba competiciones de adivinanzas con divertidos premios para los ganadores.

Alguna que otra vez, aunque no a menudo, el gran Gadi Becker les visitaba para enterarse de las últimas noticias, sentándose en el fondo del cuarto, alejado de todos, y yéndose tan pronto la reunión terminaba. En lo tocante a la vida que Gadi Becker llevaba lejos de ellos nada sabían, y tampoco pretendían saberlo. Era un agente independiente, pertenecía a una raza especial, era Becker, el héroe jamás elogiado, que había llevado a cabo heroicamente más misiones secretas que años tenían la mayoría de los muchachos del grupo. Cariñosamente, le llamaban el «Steppenwolf», y se contaban impresionantes historias, mitad verdad mitad mentira, de sus hazañas.

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