Читаем La chica del tambor полностью

Aquello, a Charlie, sólo una vez le había ocurrido en toda su vida. Fue en la escuela. Trescientas muchachas situadas junto a las paredes del gimnasio, la directora en medio, y todas esperando que la culpable confesara. Charlie había estado observando a las chicas a su alrededor, junto con las compañeras más listas, con el fin de identificar a la culpable. ¿Es ella? Apostaría a que ha sido ella. Charlie no se había sonrojado, tenía la expresión grave e inocente, y luego se demostró que verdaderamente nada había hurtado. Pero, de repente, las rodillas le fallaron, y cayó redonda al suelo, sintiéndose perfectamente de la cintura para arriba, pero paralizada de cintura para abajo. Y esto fue lo que ahora le ocurrió. No fue un acto fingido. Le ocurrió antes de que se diera cuenta de ello, incluso antes de que siquiera a medias se hubiera percatado de la enormidad de la información, y antes de que Helga pudiera cogerla. Se tambaleó y se estrelló contra el suelo, con un golpe sordo, de modo que la lámpara pendiente del techo dio un leve salto. Rápidamente, Helga se arrodilló al lado de Charlie, murmuró algo en alemán, y puso su confortante mano femenina sobre el hombro de Charlie, en ademán suave, sin afectación. Mesterbein no la tocó. Toda su atención se centraba en la manera en que Charlie lloraba.

Charlie tenía la cara de lado, apoyada por una mejilla en una de sus manos crispadas en forma de puño; por lo que sus lágrimas no descendían por su cara, sino que la cruzaban. Poco a poco, las lágrimas de Charlie parecieron alegrar a Mesterbein, quien en momento alguno había dejado de mirarla. Mesterbein efectuó un levísimo movimiento afirmativo con la cabeza, que bien hubiera podido parecer un movimiento de aprobación. Estuvo junto a las dos mujeres, mientras Helga llevaba a Charlie, en brazos, al sofá, en donde la dejó de nuevo yacente, con las manos en la cara, y contra los ásperos almohadones, llorando como solo los verdaderamente apenados y los niños pueden llorar. Agitación, ira, culpabilidad, remordimientos, terror… Charlie reconoció todas y cada una de estas emociones cual las fases de una interpretación controlada, pero profundamente sentida. Sí, yo lo sabía. No, yo no lo sabía. No me permitía a mí misma pensar. Tramposos, asesinos fascistas tram posos, hijos de mala madre que habéis asesinado a mi amante en el teatro de la realidad.

Charlie seguramente dijo algo de lo anterior en voz alta. En realidad, sabía que había sido así. Charlie había medido y seleccionado sus estranguladas frases, incluso mientras el dolor la desgarraba: «Fascistas hijos de mala madre, ¡cerdos, oh Dios!, Michel.»

Hubo una pausa y, después, Charlie oyó la inalterable voz de Mesterbein invitándole a proseguir, pero Charlie hizo caso omiso de él, y siguió balanceando la cabeza a uno y otro lado. Se ahogaba y padecía arcadas, las palabras se le pegaban a la garganta y se tropezaban con sus labios. Las lágrimas, el sufrimiento, los sollozos constantes no constituían problema alguno para Charlie, ya que estaba perfectamente acostumbrada a las fuentes de su dolor y de su indignación. Ninguna necesidad tenía de pensar en su padre, cuyo camino hacia la tumba había sido acortado por la vergüenza de la expulsión de Charlie de la escuela, ni de imaginarse a sí misma como a una trágica niña en la selva de la vida adulta, que era lo que solía hacer. Para que las lágrimas acudieran a sus ojos, le bastaba con recordar a aquel medio domesticado muchacho árabe que le había devuelto la capacidad de amar, que había dado a su vivir la orientación que ella siempre había ansiado, y que ahora estaba muerto.

En inglés, Mesterbein dijo a Helga:

- Dice que fueron los sionistas. ¿Por qué culpa a los sionistas, cuando en realidad fue un accidente? La policía nos ha asegurado que fue un accidente. ¿Por qué contradice a la policía? Es muy peligroso llevarle la contraria a la policía.

Pero Helga, o bien ya se había enterado de lo anterior, o bien no le interesaba. Helga, con su mano fuerte y práctica, meditativa la expresión, apartaba suavemente el pelo rojo de la cara de Charlie. Luego se sentó, para vigilar a Charlie, en espera de que ésta dejara de llorar y comenzara a dar explicaciones.

Helga hizo café en el hornillo eléctrico. Charlie se sentó en el sofá sosteniendo la taza con las dos manos, inclinada sobre ella como si inhalara el vapor, mientras las lágrimas seguían resbalando por sus mejillas. Helga había puesto un brazo sobre los hombros de Charlie, y Mesterbein estaba sentado frente a las dos, observándolas desde la penumbra de su propio mundo interior.

Mesterbein dijo:

- Murió en una explosión accidental, en la autopista de Salzburgo a Munich. Según la policía el coche iba cargado de explosivos. Unas cien libras. ¿Y por qué? ¿Por qué los explosivos han de estallar de repente, en el liso piso de una autopista?

Helga cogió un mechón de cabello de Charlie y lo colocó amorosamente detrás de la oreja de la muchacha. En voz baja, Helga dijo: -Tus cartas están a salvo.

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