- Era grande, antiguo, cerca de un río. Y era bonito.
- Y os dedicásteis al sexo. Era muy viril, y tuvo muchos orgasmos, como de costumbre.
- Fuimos a pasear.
- Y después del paseo, os entregásteis a la sexualidad. Por favor, no seas tontaina.
Una vez más, Charlie hizo esperar a Helga, a quien por fin dijo:
- Esta era nuestra intención, pero inmediatamente después de cenar me quedé dormida. El viaje me había dejado agotada. Intentó despertarme un par de veces, pero, luego renunció. En la mañana siguiente, ya estaba vestido cuando yo desperté.
- ¿Y entonces fuiste a Munich con él?
- No.
- ¿Qué hiciste, pues?
- Por la tarde cogí el avión de Londres.
- ¿Qué automóvil llevaba Michel?
- Un coche de alquiler.
- ¿Qué marca?
Era un BMW, pero Charlie fingió no acordarse. Helga le preguntó.
- ¿Y por qué no fuiste con él a Munich?
- El no quería que cruzáramos juntos la frontera. Dijo que tenía que hacer un trabajo.
- ¿Esto te dijo? ¿Que tenía que trabajar? ¡Qué tontería! No me extraña que fueras capaz de traicionarle.
- Dijo que tenía que coger el Mercedes y llevarlo a un sitio, siguiendo instrucciones de su hermano.
Esta vez, Helga no dio muestras de pasmo, ni siquiera de indignación, ante la magnitud de la indiscreción de Michel. Helga pensaba en actuar, sí, ya que tenía fe en la actuación. Anduvo hasta la puerta, la abrió de par en par, y, mediante ademanes, ordenó enérgicamente a Mesterbein que regresara. Dio media vuelta sobre sí misma, se puso en jarras y fijó la vista en Charlie. Los grandes y pálidos ojos de Helga eran un peligroso y alarmante vacío. Helga observó:
- De repente te has convertido en Roma, querida. Todos los caminos conducen a ti. Es una actitud terriblemente perversa. Eras la amante secreta de Michel, condujiste su automóvil, pasaste la última noche de su vida con él. ¿Sabías lo que iba dentro del automóvil que tu condujiste?
- Explosivos.
- Tonterías. ¿Qué clase de explosivos?
- Plástico ruso, doscientas libras.
- Esto te lo dijo la policía. Es la mentira que la policía dice ahora. La policía siempre miente.
- Me lo dijo Michel.
Helga soltó una falsa y airada carcajada:
- ¡Oh Charlie! Ahora no creo ni media palabra de cuanto has dicho. Mientes en todo momento.
A pasos silenciosos, Mesterbein había llegado junto a Helga quien dijo:
- Anton, ahora todo está claro. Nuestra joven viuda es una embustera de cabo a rabo. Tengo la seguridad de ello. Nada haremos para ayudarla. Nos vamos ahora mismo.
Mesterbein miró a Charlie, Helga miró a Charlie. Ninguno de los dos causaba la impresión de tener la certeza tan enérgicamente expresada por Helga. Aunque esto no importaba a
Charlie. Charlie estaba sentada como una lacia muñeca de trapo, una vez más indiferente a todo salvo a su propio dolor.
Helga se volvió a sentar a su lado, y puso un brazo sobre los indiferentes hombros de Charlie, a quien dijo:
- ¿Cómo se llamaba el hermano? Anda, dilo.
Helga dio un leve beso a Charlie en el pómulo, y añadió:
- Quizá podamos ser amigos tuyos, a fin de cuentas. Tenemos que andar con tiento, tenemos que alardear un poco de lo que tenemos. Es natural. Bueno, primero dime el nombre de Michel.
- Salim, pero juré no utilizarlo jamás.
- ¿Y el nombre del hermano?
Charlie musitó:
- El Jalil.
Charlie se echó a llorar de nuevo, y murmuró:
- Michel le adoraba.
- ¿Y su nombre profesional?
Charlie no comprendió el significado de la pregunta, pero le daba igual. Contestó:
- Era un secreto militar.
Decidió conducir hasta caerse muerta de cansancio, algo así como otra travesía de Yugoslavia. Abandonaré la compañía teatral, iré a Nottingham y me mataré en aquella misma cama del motel.
Volvía a encontrarse en aquel paraje desértico, sola y rozando los ciento treinta por hora, cuando poco faltó para que se saliera de la carretera. Detuvo el automóvil y apartó bruscamente las manos del volante. Los músculos del cogote se le estremecían como alambres al rojo, y se sentía mareada.
Estaba sentada en el linde de la carretera, con la cabeza adelantada, entre sus rodillas. Un par de caballos salvajes se acercó y la observaron. La hierba era larga y estaba mojada por el rocío del alba. Charlie alargó las manos, se las humedeció en la hierba y se las pasó por la cara. Una motocicleta pasó despacio ante ella, y vio que el muchacho que la montaba la miraba dubitativo, como si pensara en la conveniencia de detenerse y prestarle ayuda. Por entre los dedos, le vio desaparecer. ¿Es uno de los nuestros, es uno de los otros? Regresó al automóvil y anotó la matrícula. Por una vez en la vida no confió en su memoria. Las orquídeas de Michel reposaban en el asiento contiguo. Sí, ya que Charlie las había reclamado al irse. Helga se resistió diciendo:
- ¡Charlie, no seas ridícula! Eres excesivamente sentimental. «Pues jódete, Helga. Las orquídeas son mías.»