Se encontraba en una altiplanicie sin árboles, de color rosado y castaño. La luz del sol naciente incidía en su espejo retrovisor. La radio difundía un programa en francés. Parecía tratarse de un programa de preguntas y respuestas acerca de problemas de muchachas jóvenes, pero Charlie no podía comprender lo que se decía.
Pasó junto a un dormido remolque azul, aparcado en un campo. Un Land Rover vacío estaba al lado del remolque, y al lado del Land Rover colgaba ropa de bebé colgada de un alambre destinado a estos menesteres, pero en forma de antena telescópica. ¿Dónde había visto Charlie un alambre de aquel tipo? En ningún sitio. Jamás.
Se tumbó en su cama de la casa de huéspedes, observando como la luz del día iba iluminando el techo, escuchando el zureo de las palomas en el alféizar de la ventana. Joseph le había advertido: «Lo más peligroso es bajar de la montaña.» Charlie oyó un furtivo paso en el corredor. Son ellos. ¿Pero cuáles de ellos? Siempre la misma interrogante. ¿Rojo? No, señor agente, en mi vida he conducido un Mercedes rojo, así es que haga el favor de salir de mi dormitorio. Una gota de sudor frío se deslizó por su desnudo estómago. Mentalmente, Charlie siguió el trayecto de la gota de sudor hasta el ombligo, y, luego, deslizándose hacia la sábana.
Un gemido del suelo de madera, un reprimido bufido de esfuerzo. Está mirando por el ojo de la cerradura. Una punta de papel que pasaba por debajo de la puerta. Y el papel se balanceaba a uno y otro lado. Y crecía. Humphrey, el muchacho gordo le estaba entregando el Daily Telegraph.
Se había bañado y se había vestido. Condujo despacio, por calles de segundo orden, deteniéndose ante un par de tiendas que halló en su camino, tal como él le había enseñado. Se había vestido descuidadamente, o, por lo menos, llevaba el cabello desaliñado. Nadie que se fijara en su aire atontado y en su aspecto desaliñado hubiera podido dudar que la muchacha se sentía desgraciada. La carretera se oscureció, olmos enfermos se cernían sobre ella, y entre ellos se encontraba, agazapada, una iglesia típica de Cornualles. Detuvo el automóvil y empujó la puerta de hierro en la verja. Las tumbas eran muy viejas. Pocas de ellas tenían inscripciones. Había una algo apartada de las demás. ¿Sería la tumba de un suicida? ¿De un asesino? Estaba equivocada: era la tumba de un revolucionario. Arrodillándose, Charlie dejó las orquídeas en aquel extremo de la tumba en que, a su juicio, reposaba la cabeza. Un impulso de luto, pensó Charlie, mientras penetraba en el aire estancado y frío como el hielo de la iglesia. Si, aquello era algo que Charlie hubiera hecho, habida cuenta de las circunstancias, en el teatro de la realidad.
Pasó otra hora haciendo lo mismo, vagando al azar, deteniendo el automóvil sin que tuviera razón alguna para ello, como no fuera la de apoyarse en una valla y contemplar el paisaje. 0 apoyarse en una valla y no mirar nada. Hasta pasadas las doce, Charlie no tuvo la certeza de que la motocicleta había dejado de seguirla. Pero, incluso entonces, Charlie efectuó varias incongruentes desviaciones, y penetró en dos iglesias más, antes de tomar la carretera principal que llevaba a Falmouth.
El hotel tenía aspecto de rancho y se encontraba en el estuario de Helford, tenía una piscina interior y una sauna, así como un campo de golf con nueve hoyos, y sus clientes presentaban aspecto de hoteleros. Había estado en los otros hoteles, pero no en éste, hasta ahora. El había firmado en el libro registro en concepto de editor alemán, y había traído consigo un montón de libros ilegibles, para demostrar su aserto. El había dado generosas propinas a las señoras de la centralita telefónica, diciéndoles que tenía negocios con personas de todas las partes del mundo, que no respetaban el descanso del prójimo. Los camareros y mozos le consideraban un cliente generoso, pero que vivía con un horario altamente insociable. Había vivido de esta manera utilizando diversos nombres y diversos pretextos, en el curso de las últimas dos semanas, mientras seguía los pasos de Charlie, en solitario safari, a lo largo y ancho de la península. Había yacido en camas y contemplado techos, igual que Charlie. Habló por teléfono con Kurtz, y se mantuvo al tanto de las operaciones de Litvak, segundo a segundo. Alguna que otra vez había hablado con Charlie, había comido con ella alguna que otra vez, y le había enseñado más trucos referentes a escrituras secretas y a comunicaciones por otros medios. Había sido tan prisionero de Charlie como ésta lo había sido de él.