Abrió la puerta y Charlie entró sin mirarle, manteniendo en la cara un ceño de abstracta preocupación. Charlie no sabía cuáles eran sus sentimientos. Asesino. Bruto. Embustero. Pero Charlie no estaba de humor para interpretar las escenas de rigor en este caso. Charlie ya había interpretado todas las escenas, y su dolor la había dejado agotada. Charlie esperó que la abrazara, pero él se mantuvo quieto en su sitio, en pie. Charlie jamás le había visto con tan grave aspecto, con una actitud tan retraída. Profundas sombras de preocupación le rodeaban los ojos. Iba con camisa blanca remangada hasta los codos, y era una camisa de algodón, no de seda. Charlie examinó la camisa, consciente, a fin de cuentas, de cuáles eran sus propios sentimientos. No llevaba gemelos. No llevaba medallón colgado del cuello. No calzaba zapatos Gucci.
Charlie dijo:
- Al fin solos.
No comprendió el significado de las palabras de Charlie, quien insistió:
- Puedes olvidarte fácilmente del blazer rojo, ¿no es cierto? Tú eres tú y nadie más que tú. Has dado muerte a tu propio protector. Ya no hay nadie detrás de quien esconderse.
Charlie abrió el bolso y le entregó la pequeña radio. El cogió de encima de la mesa el modelo que originariamente era el de Charlie, y lo metió en el bolso de ésta. Riendo, y mientras cerraba el bolso, él dijo:
- Sí, ciertamente. Diría que a partir de ahora nuestras relaciones son remotas.
Charlie dijo:
- ¿Qué tal me he portado?
Se sentó y añadió:
- Pensaba que mi actuación era lo mejor que se había visto desde los tiempos de la Bernhardt.
- Mejor. En opinión de Marty ha sido lo mejor desde los tiempos en que Moisés bajó de la montaña. Incluso mejor que cuando subió a la montaña. Si quisieras, ahora podrías retirarte con honor. Están más que suficientemente en deuda contigo. Si, mucho más que suficientemente.
«Ellos», pensó Charlie. «Jamás nosotros.» Dijo:
- ¿Y en opinión de Joseph?
- Esa gente es gente importante, Charlie. Importante gente menuda del centro. Lo auténtico.
- ¿Los he engañado?
Se sentó al lado de Charlie. Para estar cerca de ella, pero sin tocarla, y dijo:
- Como sea que todavía estás viva, debemos suponer que les has engañado, por el momento.
Charlie dijo:
- Comencemos.
Y, acto seguido, alargando la mano, Charlie puso en marcha el magnetófono. Sin más preámbulos pasaron a la ceremonia de dar el parte de la ejecución de las órdenes recibidas, como un viejo matrimonio, que era precisamente aquello en que se habían con-vertido. Si., por cuanto, si bien era cierto que la camioneta de comunicaciones de Litvak había recogido todas las palabras de la conversación de anoche, tampoco cabía negar que el oro puro de las percepciones de Charlie aún tenía que ser extraído y cribado.
18
El hombre joven y ágil que visitó la embajada de Israel en Londres llevaba una larga chaqueta de cuero, gafas anticuadas, y dijo llamarse Meadows. El automóvil era un impecable Rover verde, con motor trucado. Kurtz se sentaba en la parte delantera con el fin de no dejar solo a Meadows. Litvak estaba ceñudo en la parte trasera. Los modales de Kurtz eran deferentes y un tanto torpes, cual siempre le ocurría cuando se encontraba en presencia de superiores coloniales.
Negligentemente, Meadows preguntó:
- Acaba usted de llegar en avión, ¿verdad, señor?
Kurtz, quien ya llevaba una semana en Londres, contestó:
- Ayer, como de costumbre.
- Lástima que no nos lo hiciera saber de antemano, señor. El comandante hubiera hecho lo preciso para facilitarle los trámites en el aeropuerto.
Kurtz protestó:
- Bueno, la verdad es que tampoco teníamos tanto que declarar, señor Meadows.
Y los dos se rieron debido a que las relaciones de enlace eran excelentes. Desde el asiento trasero Litvak también rió, aunque sin convicción.
A buena velocidad fueron a Aylesbury, y luego, sin apenas disminuir la velocidad, avanzaron por estrechas carreteras. Llegaron a un arco de piedra caliza. Un cartel en rojo y azul decía, «N.° 3 TLSU», y detrás había una valla blanca que les impedía el paso. Meadows dejó solos a Kurtz y a Litvak, y anduvo hasta el arco. No pasaban automóviles, no se oía el sonido de distantes tractores. Desde las ventanas, tenebrosos ojos vigilaban. Parecía que poca vida hubiera alrededor.
En hebreo, mientras esperaban, Kurtz dijo: -Bonito lugar.
Por si acaso había un micrófono oculto, Litvak se mostró de acuerdo: -Si, bonito, y, además, gente amable y buena. Kurtz dijo:
- De primera clase especial. Sin duda alguna, lo mejorcito que hay en el oficio.