Читаем La chica del tambor полностью

Meadows regresó, la barrera blanca se levantó, y durante un tiempo sorprendentemente largo viajaron por el incómodo parque de la Inglaterra paramilitar. Pero en lugar de caballos de pura raza pastando dulcemente había centinelas vestidos con uniforme azul, y con botas de campaña. Edificios de ladrillos, bajos y sin ventanas, se agazapaban medio enterrados en el suelo. Pasaron por un campo de ejercicios militares de asalto, y junto a una pista de aviación, bordeada de naranjos. Puentes de cuerdas cruzaban un arroyo de truchas. Cortésmente, Kurtz dijo:

- Un sueño. Es realmente hermoso, señor Meadows. Nos gustaría tener algo parecido en nuestra patria, pero no podemos. Meadows dijo: -Gracias, si, muchas gracias.

La casa había sido antigua en otros tiempos, pero su fachada había sido vandálicamente pintada del azul color de los barcos de guerra, y las rojas flores en los tiestos de las ventanas eran solamente un homenaje a las izquierdas. Otro hombre joven les esperaba en la entrada, y les llevó directamente a una reluciente escalera de madera de pino barnizada.

El joven que los esperaba les dijo, casi sin aliento, como si ellos hubieran llegado tarde: -Me llamo Lawson.

Y valerosamente golpeó con los nudillos una puerta de doble hoja. Dentro, una voz ladró: - ¡Adelante!

Lawson anunció:

- El señor Raphael, señor, de Jerusalén. Tuvieron ciertos problemas de transito, mucho me temo, señor.

Durante el tiempo necesario para ser mal educado. El Segundo Comandante Picton siguió sentado detrás de su escritorio. Cogió una pluma y, fruncidas las cejas, firmó una carta. Oprimió los labios, alzó la vista, y miró con sus ojos amarillos fijamente a Kurtz. Luego inclinó la cabeza al frente, como si quisiera golpear algo con la cabeza, y, lentamente, se puso en pie, hasta quedar cuan largo era, en posición de firmes. Dijo: -Mucho gusto, señor Raphael.

Y sonrió someramente, Como si las sonrisas hubieran pasado de moda.

Era corpulento y ario, con cabello rizado y rubio, partido con una raya que parecía trazada a navaja. Era de cuerpo ancho y cara gruesa y violenta, con labios prietamente cerrados, y recta mirada de bruto. Tenía el habla puntillosamente errónea propia del policía de alta graduación, y unos buenos modales imitados de los caballeros, prescindía de su habla peculiar y de sus buenos modales imitados, siempre que le daba la real gana. Llevaba un pañuelo a lunares metido en la manga izquierda de la chaqueta, y lucía una corbata con planas coronas doradas, para indicar que solía divertirse con gente mucho más distinguida que aquella con la que estaba obligado a tratar. Era un ex antiterrorista autodidacto, «en parte soldado, en parte policía, y en parte cabrón», cual solía decir gustosamente, y pertenecía a la legendaria promoción de las gentes de su oficio. Había perseguido a comunistas en Malaya, a mau-mau en Kenia, a judíos en Palestina, a árabes en Aden, y a irlandeses en todas partes. Había reventado a gente con los Trucial Ornan Scouts. En Chipre le había faltado el canto de un duro para cargarse a Grivas, y cuando nuestro hombre estaba borracho hablaba de su fracaso, en el caso de Grivas, con verdadero dolor, pero cuidado. ¡Ay de aquel que sintiera lástima hacia el por tal fracaso! Había sido lugarteniente en varios lugares, rara vez había sido jefe absoluto, y ello se debía a que en el concurrían también ciartos oscuros matices.

Mientras seleccionaba un botón en su teléfono y lo oprimía con tal fuerza que pareció difícil que el tal botón pudiera volver a la superficie. preguntó: -¿Nlisha Gavron sigue bien?

Con entusiasmo, Kurtz replicó:

- El comandante en jefe Misha sigue perfectamente.

Y acto seguido comenzó a preguntar por la buena salud del jefe de Picton, pero Picton no demostró el menor interés en lo que Kurtz pudiera decirle, y menos aún si concernía a su jefe, el jefe de Picton.

Una caja de plata para contener cigarrillos, muy reluciente, se encontraba en un lugar muy visible de su mesa escritorio, y en la caja había las firmas de compañeros en el oficio. Picton abrió la caja y ofreció cigarrillos, aunque sólo fuera para que Kurtz admirase el brillo de la caja. Kurtz dijo que no fumaba. Picton devolvió la caja a su lugar, que era el lugar en el que mejor podía exhibirla. Alguien golpeó la puerta y Picton dio permiso para que entraran dos hombres, uno de ellos vestido de gris, y el otro con tela de tweed. El que iba de gris era un peso gallo galés, de unos cuarenta años, con cicatrices en la mandíbula. Picton le dio el título de «Mi inspector en jefe».

El inspector en jefe se puso de puntillas y, al mismo tiempo, tiró de los faldones de su chaqueta hacia abajo, como si intentara crecer un par de pulgadas y confesó:

- Mucho me temo, señor., que nunca he estado en Jerusalén. Mi esposa no piensa más que en pasar vacaciones en Belén, en Navidades. Pero, para mi gusto, no hay nada como Cardiff.

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