- La fotografía que está usted viendo fue tomada en París, pero el señor Mesterbein ejerce la abogacía en Ginebra. Concretamente, tiene un despachito en la parte baja de la ciudad, en el que atiende a estudiantes radicales, a gentes del tercer mundo y a inmigrantes. También es abogado de varias organizaciones progresistas carentes de dinero.
Kurtz volvió la página de la carpeta que tenía ante sí, invitando con ello a sus oyentes a hacer lo mismo. Kurtz llevaba unas gafas de gruesos lentes, resbaladas hasta casi la punta de la nariz, que le daban el ratonil aspecto de un empleado de banca.
Picton preguntó al inspector jefe:
- ¿Lo ha comprendido todo, Jack?
- No me he perdido ni una palabra.
El capitán Malcolm preguntó:
- ¿Y quién es la señora rubia que está bebiendo con él, señor?
Pero Kurtz se había trazado su camino y, a pesar de las dóciles maneras en que actuaba, Malcolm no era el hombre que pudiera desviarle de su camino. Kurtz prosiguió:
- El pasado mes de noviembre, el señor Masterbein asistió a un simposium de una gente que se llama así misma «Abogados por la Justicia», que se celebró en el Berlín Oriental, y en el que la delegación palestina recibió una atención notablemente excesiva.
Kurtz hizo una pausa y añadió:
- Bueno, de todas maneras lo que acabo de decir puede que sea una opinión un poco parcial. En abril, correspondiendo a una invitación que le formularon en la ocasión antes dicha, el señor Masterbein hizo su primera visita, que nosotros sepamos, a Beirut. Y rindió cortés tributo a dos de las más militantes organizaciones resistentes que allí hay.
Picton preguntó:
- Fue allí a por faena, ¿verdad?
Al decir estas palabras, Picton cerró la mano derecha y atizó un puñetazo en el aire. Después de distender la mano, escribió algo en un bloc que tenía ante sí, arrancó la hoja y se la entregó al suave Malcolm quien, después de dirigir una sonrisa a todos los presentes, salió de la estancia sigilosamente.
Kurtz prosiguió:
- En el viaje de regreso de esta visita a Beirut, el señor Masterbein hizo una parada en Estambul, en cuya ciudad habló con ciertos activistas turcos entre cuyas diversas finalidades se encuentra la de eliminar el sionismo.
Picton observó:
- Ambiciosos muchachos, ciertamente.
En esta ocasión, y debido a que fue Picton quien hizo el chistecito, todos rieron a grandes voces, menos Litvak. Con sorprendente velocidad, Malcolm regresó, con el recado cumplido. Con voz meliflua, Malcolm dijo:
- Mucho me temo que esa gente de Estambul no era muy agradable que digamos.
Entregó un papelito a Picton, dirigió una sonrisa a Litvak, y volvió a sentarse en su sitio. Pero Litvak causaba la impresión de haberse dormido. Había apoyado la barbilla en sus largas manos, e inclinado la cabeza sobre la carpeta que ni siquiera había abierto. Gracias a sus manos, no se podía saber con certeza cuál era la expresión de su rostro. Echando a un lado el papel que Malcolm le había entregado, Picton preguntó a Kurtz:
- ¿Ha dicho algo de lo anterior a los suizos?
En un tono indicativo de que Picton había planteado todo un problema, Kurtz confesó:
- Comandante, no, todavía no hemos informado a los suizos. Picton observó:
- Pues yo pensaba que ustedes y los suizos eran muy buenos amigos.
- Sí, sí, ciertamente lo somos. Sin embargo, el señor Masterbein tiene ciertos clientes domiciliados, total o parcialmente, en la República Federal Alemana, lo cual nos coloca en una situación un tanto delicada.
Terco, Picton insistió:
- No acabo de comprenderlo. Yo pensaba que ustedes y los hunos se habían dado un beso de amor, y hecho las paces hace ya mucho tiempo.
La sonrisa de Kurtz quizá tuvo una expresión tan rígida cual si la hubiera almidonado previamente, pero su voz fue inocentemente evasiva:
- Así es, comandante, pero Jerusalén sigue creyendo (habida cuenta de la sensibilidad de nuestras fuentes de información y de las complejidades de las simpatías políticas de Alemania, en los presentes tiempos) que no podernos informar a nuestros amigos suizos sin informar al mismo tiempo a sus homólogos alemanes. Hacer lo contrario sería imponer una carga excesivamente pesada, una carga de silencio, sobre las espaldas de los suizos que están en relación con Wiesbaden.
Picton también sabía emplear el silencio. Y tiempos hubo en que su mirada de biliosa incredulidad había obrado milagros ante personas de inferior temple que llegaron a preocuparse muy seria-mente de lo que podía ocurrirles en el instante siguiente. Después de este silencio, Picton preguntó, sin que nadie lo esperase:
- Supongo que se habrá enterado de que han vuelto a poner a ese cretino, Alexis, en un puesto de responsabilidad…
Algo en la presencia y comportamiento de Kurtz comenzaba a inhibir un poco a Picton. Era el reconocimiento, si no de una personalidad, sí de la pertenencia a cierta especie de gentes.
Kurtz repuso que sí, que naturalmente se había enterado. Pero esto no pareció afectarle mucho ya que Kurtz, inmediatamente, pasó a su prueba gráfica número dos. En voz baja, Picton dijo: