Читаем La música del Adiós полностью

Con el atardecer llegaban ráfagas de viento frío del mar del Norte. No sabía realmente si esperaba que la Muerte se presentase con una capa larga. De hecho, su abrigo era más bien una parka con capucha bordeada de pieles. Tendría cerca de cuarenta años y llevaba el pelo rojo cortado al estilo paje y gafas de montura negra. Su rostro era pálido y redondo y lucía labios pintados. No se parecía en nada a la foto que él llevaba en el bolsillo.

– Inspector Rebus -dijo ella, dándole un breve apretón en la mano, tras lo cual se quitó los guantes de conducir de cuero negro, que se guardó en los bolsillos-. Detesto esta época del año -musitó mirando al cielo-. Es de noche cuando te levantas y de noche cuando vuelves a casa.

– ¿Tiene usted un horario fijo? -preguntó Rebus.

– En este negocio siempre hay alguna cosa que atender -comentó ella mirando con el ceño fruncido el cartel de «No funciona» en una de las barreras de salida.

– Así que, el miércoles por la noche, ¿hizo la ronda?

Ella siguió mirando a la barrera.

– Estaba en casa a las nueve, creo. Había un problema en nuestras instalaciones de Canning Street: como no llegó el empleado del cambio de turno tuve que encargarme de que el vigilante buscara un sustituto. Ni más ni menos -añadió dirigiendo su atención a Rebus-. Se refiere a la noche en que mataron a ese hombre.

– Exactamente. Lástima que su cámara de seguridad sea una pena… Nos habría podido dar algún indicio.

– No la instalamos pensando en asesinatos.

Rebus hizo caso omiso del comentario.

– ¿Así que no pasó por allí hacia las diez la noche del crimen?

– ¿Alguien dice que pasé?

– No, pero sí una mujer que corresponde a su descripción… -estaba exagerando, claro; quería ver cómo reaccionaba, pero ella lo único que hizo fue enarcar una ceja y cruzar los brazos.

– ¿Quiere explicarme cómo es que disponía de mi descripción? -inquirió-. Si los chicos han contado mentiras, ya me ocuparé de que reciban un castigo -añadió mirando el aparcamiento.

– En realidad, lo único que dijeron es que usted lleva a veces capucha. Y alguien que pasaba por allí vio merodear a una mujer que también llevaba capucha…

– ¿Una mujer con la capucha puesta? ¿A las diez de la noche en invierno? ¿Y es así como usted elimina pistas falsas?

De pronto, Rebus sintió ganas de que acabara la jornada. Deseaba estar sentado en el taburete de un bar con una copa y olvidarse del todo lo demás.

– Si no estuvo allí -dijo con un suspiro-, declare simplemente eso.

Ella reflexionó un instante.

– No lo sé muy bien -contestó al fin marcando las palabras.

– ¿Qué quiere decir?

– Puede resultar apasionante ser sospechosa en un caso policial…

– Se lo agradezco, pero ya tenemos demasiada gente que nos hace perder el tiempo. Son los peores delincuentes, y pueden acabar ante los tribunales -añadió.

El rostro de la mujer se iluminó con una sonrisa.

– Lo siento -dijo para disculparse-. He tenido un día agotador. Probablemente no era usted la persona más apropiada para aceptar bromas -añadió, volviendo a fijar la mirada en la barrera-. Debería hablar con Gary para asegurarme de que arreglen eso, y más o menos se acabará la jornada -comentó mirando el reloj y de nuevo a Rebus-. A continuación creo que me sentaré en Montpelier’s.

– ¿La vinatería de Bruntsfield? -inquirió Rebus.

– Ya me parecía a mí que era usted un entendido -dijo ella ensanchando la sonrisa.


* * *


Al final, Rebus se tomó tres copas… por culpa de la oferta «Tercer vaso gratis». Y no eran vasos de cualquier cosa: tres botellines de cerveza de importación y sin perder la cabeza. Cath Mills era una profesional que, además de los tres botellines, despachó una botella de Rioja. Había aparcado el coche en la esquina porque vivía en un piso cerca de allí y podía dejarlo por la noche.

– Así que olvídese de detenerme por conducir borracha -dijo alzando el dedo.

– Yo también iré a pie -replicó él, añadiendo que vivía en Marchmont.

Cuando entró en el local, con fuerte música ambiental y parloteo de oficinistas, ella estaba acomodada en un compartimento al fondo.

– ¿Esperaba que no la viera? -comentó él.

– Me senté aquí por no parecer demasiado fácil -replicó ella.

La conversación derivó en términos generales hacia el trabajo de él, más los tópicos de Edimburgo: el tráfico, las calles en obras, el Ayuntamiento y el frío. Ella le advirtió que de su vida apenas había nada que contar. Se había casado con dieciocho años, divorciado a los veinte, para reincidir a los treinta y cinco y durar seis meses. Como si no hubiera escarmentado…

– Pero no siempre ha trabajado de supervisora de aparcamientos, supongo.

Desde luego que no: había pasado por una serie de oficinas, luego montó su propio negocio de consulting, que se fue a pique al cabo de dos años y medio porque el marido número dos se largó con las ganancias.

– Después fui asistente personal, pero no lo aguantaba… Estuve un tiempo cobrando el subsidio de paro tratando de reciclarme y luego surgió esto.

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