Читаем La música del Adiós полностью

Le dijo que la vería al día siguiente «suponiendo que me necesites», cortó la comunicación y aguardó sentado otros cinco minutos a ver si ella llamaba. Pero no llamó. La canción de Randy Newman tenía algo demasiado alegre y quitó el disco. Tenía de sobra música más oscura -los primeros discos de King Crimson o de Peter Hammill, por ejemplo- pero optó por caminar en silencio por el apartamento, de una habitación a otra, y acabó en el vestíbulo con las llaves del Saab en la mano.

«¿Y por qué no?», se dijo. No sería la primera vez y dudaba que fuese la última. No estaba tan bebido como para no sentarse al volante. Cerró el piso, bajó la escalera y salió a la noche. Abrió el Saab y subió a él. Apenas tardaría cinco minutos y pasaría otra vez por Montpelier’s. Giró a la derecha en Bruntsfield Place, de nuevo a la derecha y aparcó en una calle tranquila de casas victorianas. Iba allí con frecuencia y había comenzado a advertir cambios: nuevas farolas y nuevas aceras. Habían desaparecido los carteles de que a partir de marzo el aparcamiento sería zona azul. Había oído hablar a los obreros con acento polaco; estaban ampliando algunas casas y transformando los garajes en dos jardines independientes. Por el día había mucha actividad, pero de noche era una calle tranquila. Prácticamente cada casa tenía su camino de entrada, pero también aparcaban allí por la noche los vecinos de calles cercanas y nadie había advertido nunca su presencia. Incluso uno que paseaba al perro le confundió con un vecino y le dirigió una inclinación de cabeza, una sonrisa e incluso algún saludo. Era un perro pequeño y nervudo, no tan confiado como el amo, y que le rehuyó en una ocasión en que se puso en cuclillas para acariciarle.

Había sido una rara ocurrencia; porque casi siempre se quedaba en el coche con las manos al volante, el cristal de la ventanilla bajado y un cigarrillo en los labios. Ponía la radio y ni siquiera miraba a veces a la casa, pero sabía quién vivía en ella. Sabía también que en el jardín de atrás había una cochera vivienda del guardaespaldas. En cierta ocasión se detuvo un coche al salir, cuando cruzaba la verja. Lo conducía el guardaespaldas, pero fue el cristal de la ventanilla trasera el que descendió despacio para que el pasajero viera bien a Rebus. La mirada fue una mezcla de desprecio, decepción y quizá de compasión, aunque lo último sería fingido.

Rebus dudaba mucho que Big Ger Cafferty hubiera tenido en su vida semejante emoción por ningún ser humano.

QUINTO DÍA

Martes, 21 de noviembre de 2006

Capítulo 16

El aire quemaba aún y el olor a chamusquina era agobiante. Siobhan Clarke se protegía la boca y la nariz con un pañuelo. Rebus apagó con el pie los restos de su desayuno: la colilla.

– La madre que… -atinó a decir.

Fue Todd Goodyear quien primero se enteró y quien llamó a Clarke, y ella, a medio camino, decidió llamar a Rebus. Ahora estaban los dos en la calzada, en Joppa, mientras los bomberos recogían sus mangueras: la casa de Charles Riordan era un cascarón sin techo y con ventanas sin cristales.

– ¿Se puede entrar ya? -preguntó Clarke a los bomberos.

– ¿A qué tanta prisa?

– Era una pregunta.

– Dígaselo al jefe.

Algunos bomberos sudorosos se limpiaban tiznones de la frente tras quitarse la mascarilla y la botella de oxígeno; hablaban unos con otros como una banda después de un atraco, recordando su intervención. Un vecino les había traído agua y zumo, otros se asomaban a la puerta y al jardín y varios más alejados iban y venían y hacían comentarios en voz baja. Era competencia de la división D de Leith y los dos uniformados del coche patrulla preguntaron a Clarke cuál era el interés en aquel siniestro de Gayfield Square.

– El propietario era testigo de un caso nuestro -se limitó ella a contestar. Los policías, no muy conformes con la respuesta, se mantenían ahora distanciados con el móvil al oído.

– ¿Se sabe si estaba en casa? -preguntó Rebus a Clarke. Ella se encogió de hombros.

– ¿Te acuerdas lo que hablamos anoche…? -dijo ella.

– ¿Te refieres a la discusión que tuvimos a propósito de que yo veía más de lo que parecía en la muerte de Todorov?

– No me lo restriegues por las narices.

Rebus optó por hacer de abogado del diablo.

– Podría ser un accidente, por supuesto. Y, oye, a lo mejor está sano y salvo en su estudio.

– He llamado, pero no contesta nadie todavía. Una vecina dice que ése es su coche -añadió señalando con la cabeza un TVR aparcado junto al bordillo-. Lo aparcó anoche, y dice que sabe que es el suyo por lo ruidoso que era.

El parabrisas del TVR estaba cubierto de ceniza. Rebus vio a dos bomberos caminar con precaución sobre unas vigas de madera para entrar en los restos de la casa. En el vestíbulo aún quedaban unas estanterías.

– Estará a punto de llegar el inspector para el peritaje -comentó Rebus.

– «La» inspectora -espetó Clarke.

– El progreso se impone…

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