– Perdona -dijo una mujer joven que entró en ese momento-, pero después de abrirle pensé que podría ser usted cualquiera. Los policías del otro día tenían carnet. ¿Puedo ver el suyo?
Rebus sacó el carnet y mientras ella lo examinaba, él la examinó a ella. Era bajita, casi como un elfo. Probablemente no llegaría a uno cincuenta; su rostro era pequeño y puntiagudo, y sus ojos, achinados. Llevaba el cabello oscuro en cola de caballo y sus brazos no eran más gruesos que el tubo de una aspiradora. Hawes y Tibbet dijeron en su informe que era una especie de modelo, pero a él le costaba creerlo. ¿No tienen las modelos que ser altas? Comprobado el carnet, Morgan se dejó caer en un sillón de cuero blanco y recogió las piernas bajo el trasero.
– Bien, ¿qué se le ofrece, inspector Rebus? -preguntó agarrándose las rodillas con las manos.
– Mis colegas me dijeron que es usted modelo, señorita Morgan. No debe de irle mal -añadió, señalando con un ademán admirativo la amplia sala.
– En realidad, voy a dejarlo para ser actriz.
– No me diga -replicó Rebus fingiendo auténtico interés.
Cualquier otra persona habría reaccionado ante su pregunta diciendo que no era asunto que a él le importara, pero no Gill Morgan. En su mundo era perfectamente natural hablar de sí misma.
– Estoy tomando clases.
– ¿La habré visto en alguna obra?
– Probablemente aún no -respondió jactanciosa-, pero tengo en perspectiva un papel en la pantalla.
– ¿En la pantalla? Ah, fantástico… -comentó Rebus acomodándose en otro sillón frente a ella.
– Es un papelito en una serie de televisión -dijo Morgan como sintiéndose obligada a quitarle importancia, pero sin duda para que él la tomara por modesta.
– No deja de ser estupendo -comentó él, siguiéndole el juego-. Y probablemente eso contribuye a explicar algo que nos intrigaba.
La afirmación de Rebus la dejó perpleja.
– ¿Ah, sí? -dijo ella sin entenderlo.
– Cuando mis colegas hablaron con usted se percataron de que les contó un cuento y el hecho de que sea actriz explica que pensó que se lo creerían. Pero da la casualidad, señorita Morgan -añadió Rebus inclinándose hacia delante como para hablar en plan confidencial-, de que ahora investigamos dos asesinatos, y eso significa que no podemos consentir que se nos engañe. Por tanto, para no meterse en un buen lío, más vale que hable.
Los labios de Morgan adquirieron la misma palidez que su rostro. Rebus vio que parpadeaba y por un instante pensó que iba a desmayarse.
– No sé a qué se refiere -replicó ella.
– Yo de momento no dejaría las clases de interpretación; le queda bastante por aprender. Se ha puesto pálida, le tiembla la voz y parpadea como si estuviera deslumbrada por los faros de un coche -dijo Rebus reclinándose en el sillón. No llevaba allí más de cinco minutos, pero juzgaba que ya sabía todo lo elemental sobre la vida de Gill Morgan por lo poco que le había dicho: una infancia sin carencias, padres que le daban dinero y la cuidaban, ducha en el arte de las confidencias y una persona que nunca había tenido un problema del que no hubiera podido salir engatusando a la gente.
Hasta aquel momento.
– Vamos a hablar de ello tranquilamente -añadió Rebus con voz más suave-, para que le resulte más fácil. ¿Cómo conoció a Nancy?
– En una fiesta, creo.
– ¿Cree?
– Yo había ido de bares con unos amigos… y acabamos en una fiesta, pero no recuerdo si Nancy estaba en ella o se incorporó al grupo sobre la marcha.
Rebus asintió con la cabeza.
– ¿Cuánto tiempo hace de eso?
– Tres o cuatro meses. Fue por la época del Festival.
– Me da la impresión de que no son de la misma extracción social.
– Desde luego.
– ¿Y qué es lo que tienen en común? -Morgan no parecía dar con una respuesta-. Quiero decir que simpatizarían por algo.
– Ella es muy divertida.
– ¿Por qué tendré la impresión de que miente otra vez? ¿Será por el temblor de la voz o por el parpadeo?
Morgan se levantó de un salto.
– ¡No tengo por qué contestar a sus preguntas! ¿Sabe quién es mi madre?
– Ya me imaginaba que saldría a relucir -dijo Rebus con sonrisa de satisfacción-. Adelante: sorpréndame.
– Es la esposa de sir Michael Addison.
– ¿Quiere decir que él no es su padre?
– Mi padre murió cuando yo tenía doce años.
– ¿Y conserva su apellido? -la joven se ruborizó y decidió sentarse, pero esta vez con los pies en el suelo. Rebus separó las manos y las apoyó en los brazos del sillón-. Bien, ¿quién es sir Michael Addison? -preguntó.
– El director del banco First Albannach.
– Una persona cuya amistad es valiosa, supongo.
– Él rescató a mi madre del alcohol -añadió Morgan taladrando a Rebus con la mirada-. Y nos quiere mucho a las dos.
– Es una suerte para usted, pero eso de nada le sirve al desgraciado que mataron en King’s Stables Road. Su amiga Nancy encontró el cadáver y nos mintió respecto de dónde venía. Nos dio su nombre, Gill, y su dirección, lo que significa que cree que usted es una gran amiga, de las que prefieren ir a la cárcel antes que decir la verdad.