Pero cuando vio que clavaba en él la mirada, la notó insegura. Nunca había dirigido una investigación. En la muerte del G8 del año anterior habían indagado con discreción para que no trascendiera a la prensa, pero en cuanto los periodistas se enteraran de que investigaban un doble asesinato, querrían incluirlo en la primera página exigiendo que se activaran las pesquisas y se resolviera rápido.
– Macrae querrá que se encargue un inspector jefe -dijo Clarke.
A Rebus le habría gustado que no estuviera allí Goodyear para haberlo discutido libremente con ella. Negó con la cabeza.
– Defiende tus planes -dijo-. Si tienes pensado alguien para que se incorpore al equipo, díselo. Así tendrás la gente que tú quieras.
– Ya tengo la gente que quiero.
– Guau, qué amable. Pero lo que el público necesita oír es que hay veinticuatro policías recorriendo el páramo y siguiendo el rastro del malo. Sólo cinco de Homicidios de Gayfield Square no tiene garra.
– Bastaron cinco para Enid Blyton -comentó Clarke con una sonrisita.
– Y también bastaron para Scooby Doo -añadió Goodyear.
– Si cuentas al perro -puntualizó Clarke, y añadió, dirigiéndose a Rebus-: Bien, ¿a quién incordio primero, a Macrae, a MacFarlane o a Jim Bakewell?
– Haz triplete -dijo él. En ese momento sonó el teléfono de su mesa y lo cogió-. Inspector Rebus -frunció los labios, lanzó un par de gruñidos a su interlocutor y volvió a colgar de golpe-. Los jefes piden una víctima propiciatoria -dijo levantándose.
James Corbyn, director de la policía de Lothian and Borders, esperaba a Rebus en su despacho de la segunda planta de Jefatura en Fettes Avenue. Corbyn, con más de cuarenta años, lucía pelo negro con peinado a raya y un rostro reluciente recién afeitado y friccionado con loción. La gente generalmente se fijaba mucho en el aspecto del jefe de policía para no mirar la gran mancha de su mejilla derecha. Los agentes habían advertido que cuando aparecía en la televisión siempre estaba situado a la derecha de la pantalla para que no se le viera el otro perfil. Había incluso discusiones sobre si la mancha recordaba la costa de Fife o la cabeza de un terrier. Su anterior apodo de Pantalones Planchados había cedido ante el más distintivo de Hombre de la Mancha, que a Rebus se le antojaba el de un malhechor de tebeo. Él sólo había estado en su despacho en tres o cuatro ocasiones y nunca (de momento) para que le diera unas palmaditas en la espalda o le estrechara la mano para felicitarle. Y lo que le habían dicho por teléfono no apuntaba a que la situación fuese a cambiar.
– Pase, pase -dijo el propio Corbyn tras entreabrir la puerta y asomar la cabeza.
Cuando Rebus se levantó del sillón del pasillo y empujó la puerta para entrar, Corbyn ya estaba situado tras su gran e impoluto escritorio. Había un hombre sentado frente al director de la Policía. Era grande, calvo y con rostro mofletudo y rosado por la hipertensión. Se irguió lo justo para dar la mano a Rebus, presentándose como sir Michael Addison.
– Su hijastra se mueve rápido -dijo Rebus al banquero, que tampoco había sido moroso y se había presentado en Fettes menos de hora y media después de la conversación de Rebus con Gill Morgan-. Da gusto tener amigos.
– Gill me lo ha contado todo -dijo Addison-. Al parecer se ha juntado con mala gente, pero de eso nos ocuparemos su madre y yo.
– ¿Así que su madre lo sabe? -pinchó Rebus.
– Esperamos que no sea necesario…
– Para que no vuelva a la bebida -apostilló Rebus.
El banquero acusó sorpresa y Corbyn aprovechó el silencio.
– Escuche, John, no entiendo qué espera presionando sobre ese asunto.
Que le llamara por su nombre de pila quería indicar que los tres eran del mismo bando.
– ¿A qué asunto se refiere, señor? -replicó Rebus, disidente.
– Bueno, ya sabe. Las jóvenes son proclives… la verdad es que a Gill le ha entrado miedo.
– ¿De perder al proveedor, quizá? -dijo Rebus como considerándolo y volviéndose hacia Addison-. La amiga se llama Nancy Sievewright, por cierto. ¿Usted la conoce?
– En absoluto.
– Pero sí uno de sus colegas, un tal Roger Anderson, que, por lo visto, es incapaz de apartarse de ella.
– Conozco a Roger -confesó Addison-. Él estaba en el lugar en que apareció el cadáver de ese poeta.
– Descubierto por Nancy Sievewright -dijo Rebus marcando las palabras.
– ¿Y en qué afecta todo esto a Gill? -terció Corbyn.
– En que mintió en una investigación de homicidio.
– Pero ya le ha dicho la verdad -replicó Corbyn-. ¿No le basta?
– Pues no, señor. ¿Y el nombre de Stuart Janney? -preguntó dirigiéndose a Addison.
– ¿Y bien?
– Trabaja también para usted.
– Trabaja para el banco, no para mí personalmente.
– Y se pasa el día pegado a los diputados del Partido Escocés tratando de proteger a rusos de dudosa reputación.
– Un momento -dijo Addison, cuyo rostro mofletudo y rosado se congestionó, haciendo resaltar en el cuello un sarpullido del afeitado.