Afuera, en el aparcamiento, abrió el Saab, pero permaneció de pie con la mano en la portezuela mirando al vacío. Ya hacía tiempo que sabía la verdad: que no era tanto el hampa lo que había que temer, sino las altas esferas. Tal vez eso explicaba por qué Cafferty se había hecho legal en apariencia a todos los efectos; con unos cuantos amigos en los puestos adecuados se hacían los negocios y se decidían los destinos. Nunca en su vida se había sentido funcionario. De vez en cuando lo había intentado -durante sus años en el ejército y los primeros meses de policía-, pero cuanto menos se sentía integrado en el sistema, más desconfiaba de los demás con sus partidas de golf y sus «
– Gilipollas -dijo en voz alta, imprecándose a sí mismo.
Bien; ya estaba. Se acabó. Fuera de servicio. Aquellas últimas semanas había hecho esfuerzos por no pensarlo, dedicándose a otras tareas, a cualquier cosa. Desempolvando aquellos casos sin cerrar, intentando que Siobhan se interesase en ellos, como si no tuviera ella de sobra con lo suyo y no le esperase lo mismo para el futuro. La alternativa era llevárselos a casa… como regalo de jubilación, algo para mantener activo su cerebro cuando no le apeteciera ir al pub. Hacía treinta años que su trabajo le había nutrido, y se había jugado el matrimonio y perdido amigos y conocidos. No podría volver a sentirse un ciudadano corriente; ya no. Ya no podía cambiar. Sería invisible para todo el mundo; no sólo para los jóvenes juerguistas deambulantes.
– Gilipollas -dijo modulando exageradamente el epíteto.
Era esa arrogancia desenfadada lo que le había hecho estallar. Addison, sentado despreocupadamente, consciente de su poder… y también la arrogancia de la hijastra, convencida de que lloriqueando, con una llamada, iba a arreglarlo todo. Sí, claro, era así como funcionaban las cosas en las altas esferas. Addison no había vuelto nunca en sí después de una paliza en un portal que apestaba a meados, su hijastra nunca había hecho la calle para obtener dinero para su droga y la comida de los hijos. Ellos vivían en un mundo totalmente distinto; eso, sin duda, formaba parte del morbo que una Gill Morgan podía sentir en el trato con personas como Nancy Sievewright.
El mismo placer que obtenía Corbyn por el hecho de que uno de los hombres con más poder en Europa fuera a su despacho a pedirle un favor.
El mismo placer que obtenía Cafferty invitando a copas a hombres de negocios y a políticos… Cafferty: un asunto pendiente posiblemente para siempre si él se avenía a las órdenes de Corbyn. Cafferty libre de trabas, libre para vincular el hampa con las altas esferas, a menos que él volviera sobre sus pasos y pidiera perdón al jefe de la Policía, prometiéndole no pasarse de la raya.
«
– Sí, claro -dijo abriendo la portezuela e introduciendo la llave de contacto.
Capítulo 23
– Nancy, esto vamos a grabarlo, ¿de acuerdo?
Sievewright torció el gesto.
– ¿Necesito un abogado?
– ¿Quieres un abogado?
– No sé.
Clarke asintió con la cabeza en dirección a Goodyear para que conectara la grabadora y ella misma metió las dos cintas, una para ellos y otra para Sievewright. Pero Goodyear dudaba y Clarke recordó que era la primera vez que entraba a un cuarto de interrogatorios. En el número 1 hacía un calor sofocante, como si absorbiera el de los contiguos. Las tuberías de la calefacción central silbaban y gorjeaban y no había manera de disminuir la intensidad. Incluso Goodyear se había quitado la chaqueta y se le veían en la camisa unas manchas bajo las axilas. Por otro lado, en el cuarto número 3, dos puertas más allá, hacía un frío glacial, quizá porque todo el calor se lo quedaba el número 1.
– Ése y ése -le dijo, señalando los botones.