– Acabo de comentar con mis colegas -prosiguió Rebus-, el modo en que todo se relaciona. En un país del tamaño de Escocia y una ciudad pequeña como Edimburgo, se empieza a ver todo claro. Su banco espera hacer buenos negocios con los rusos, ¿verdad? Tal vez encuentre un hueco en su apretada agenda para una partida de golf con ellos en Gleneagles. Y Stuart Janney se encarga de que todo ande sobre ruedas…
– No veo realmente qué es lo que tiene que ver mi hijastra con todo esto.
– Que tal vez sea algo embarazoso si resulta que está implicada en el homicidio de Todorov… por mucho que usted trate de distanciarla del caso. Y apunta directamente a usted, a la dirección del banco. Por lo que supongo que a Andropov y a sus amigos no les hará mucha gracia.
Corbyn dio con el puño en la mesa con los ojos como carbones encendidos. Addison, tembloroso, comenzó a incorporarse.
– Ha sido un error -dijo-. Lamento haber tratado de impedir que esto afectara demasiado a Gill.
– Michael… -exclamó Corbyn, pero no supo dar fin a la frase.
– He advertido que su hijastra no ha adoptado su apellido, señor -añadió Rebus-. Lo que no impide que le pida favores, ¿no es cierto? Y vive en un precioso piso del banco, ¿verdad?
El abrigo y la bufanda de Addison estaban en un colgador de la puerta, y a ella se encaminó.
– Sólo apelo a un poco de decoro -dijo casi para sus adentros el banquero, que había metido un brazo en una manga y no lo lograba en la otra; pero era tanto su deseo de irse que salió del despacho con el abrigo a rastras. La puerta quedó abierta. Rebus y Corbyn se miraron cara a cara.
– No ha salido mal la cosa -comentó Rebus.
– Es usted un imbécil, Rebus.
– ¿Dónde fue a parar el «
– Es un buen hombre, y un amigo -espetó Corbyn.
– Y su hijastra, una mentirosa que consume drogas -replicó Rebus encogiéndose de hombros-. Como suele decirse, uno no elige su familia, pero puede elegir sus amistades… pero es que los amigos de ese banco también son un poco raros.
– ¡El First Albannach es una de las mejores entidades económicas que tiene este país! -vociferó de nuevo Corbyn.
– Eso no quiere decir que sean íntegros.
– Sí, claro, supongo que el «
– ¿Desea alguna cosa más, señor? ¿Le ha pedido tal vez un vecino que el DIC centre sus escasos recursos en la investigación del robo de un gnomo de jardín?
– Una última cosa -dijo Corbyn, que había vuelto a sentarse-. Usted… es… historia -añadió espaciando las palabras.
– Gracias por recordármelo.
– Lo digo en serio. Sé que le quedan tres días para jubilarse, pero los va a pasar suspendido de servicio.
Rebus le miró con dureza.
– ¿No le parece un tanto ruin y patético, señor?
– Pues le va a gustar el resto -dijo Corbyn suspirando hondo-. Si se le ocurre cruzar la puerta de Gayfield Square, rebajo de categoría a todos cuantos queden dentro de su radio de acción. No le digo más, Rebus, lárguese de aquí y vaya contando los días del calendario. Ha dejado de ser un policía de servicio y no volverá a serlo. Haga el favor de entregarme el carnet -añadió con la mano abierta.
– ¿Qué tal si prueba a quitármelo?
– Si quiere acabar en el calabozo, sí. Creo que podríamos tenerle en él tres días sin grandes problemas -la mano hizo un gesto incitando a Rebus a cumplir la orden-. Estoy pensando en al menos tres directores de la policía anteriores a mí a quienes les encantaría ser testigos de este momento -apostilló Corbyn.
– Yo también -añadió Rebus-. Así tendremos un cuarteto vocal ratonero que cante al imbécil que tienen sentado delante.
– Precisamente por eso que ha dicho queda suspendido de servicio -exclamó Corbyn en tono triunfal.
Rebus no podía creerse que la mano de Corbyn siguiera extendida.
– Si quiere mi carnet, mande a los muchachos a por él -dijo despacio, dándose la vuelta camino de la puerta, donde aguardaba para entrar una secretaria boquiabierta con una carpeta apretada contra el pecho. Rebus le confirmó con una inclinación de cabeza que sus oídos no la habían engañado. Y unos pasos más adelante musitó: «