En el duermevela, notó que algo se le posaba en la frente. Y después reconoció los labios de Adele. No quiso abrir los ojos. Desde hacía mucho, su mujer había perdido la costumbre de besarlo. En otros tiempos, antes de salir de casa o cuando regresaba, lo besaba siempre, jamás dejaba de hacerlo. Nada especialmente afectuoso, sólo un gesto amistoso. Después, ya no había hecho ni siquiera eso. A continuación advirtió que ella salía de la habitación con sumo sigilo para no despertarlo. Al poco rato, la oyó regresar. Entonces abrió los ojos. Adele se encontraba inmóvil en medio de la estancia, mirándolo. En cuanto vio que se había despertado, se le acercó sin hablar, se puso de rodillas y apoyó una mejilla en el dorso de su mano. ¿Qué le estaba ocurriendo a su mujer? ¿Sería posible que, a fuerza de regar, hubiera brotado un pequeño retoño en el desierto? En aquel momento entró Daniele, quien, al verlos de aquella manera, se detuvo, cohibido. Adele también lo vio, pero no cambió de posición. Fue él quien habló en primer lugar. -¿Cómo te va, Daniele? El muchacho se recuperó. -¡Más bien cómo te va a ti, tío! ¡Qué alegría volver a verte en casa! Espero que te encuentres bien en mi antigua habitación. -Y tú en la mía. -Tía, quería avisarte de que almorzaré en el comedor universitario. Ella levantó ligeramente la cabeza. -De acuerdo, Daniele. Adiós. Y volvió a apoyar la mejilla sobre la mano de él. -Así no estás cómoda. -Déjame estar así un poquito. A él le entraron ganas de reír. Pero ¡qué retoño ni qué niño muerto! ¡El desierto seguía tan estéril como siempre! Había comprendido la finalidad de la representación. Porque de eso se trataba, de una representación destinada a un solo espectador: Daniele. Adele, al salir de la habitación después de haberlo besado, debía de haber oído que el muchacho se acercaba a su apartamento y había vuelto a entrar para interpretar el papel de la esposa preocupada, fiel y cariñosa. Era también una justificación para el alejamiento del amante. Esencialmente estaba diciéndole: «Ahora que mi marido está enfermo, cada cual tiene que regresar a su papel.» Por lo menos durante la semana en que él permanecería en casa. -¿Por qué me has trasladado aquí? -Porque aquí es más cómodo. -¿Más cómodo para qué? -Si de noche te ocurre algo, yo estoy a dos pasos -contestó al tiempo que se levantaba-. Me llamas y vengo. Ah, oye, he deshecho la maleta. Había dos carpetas que he puesto encima del escritorio de tu estudio. Se había olvidado por completo de los papeles de Ardizzone. ¿Qué hacer? ¿Llamarlo para decirle que tendría que retrasar el examen financiero? Después pensó que no sería necesario. Seguro que el eficiente joven Ardizzone estaba constantemente al corriente de su estado de salud a través de Adele. -¿Quieres comer en la cama o te sientes con ánimos para bajar? -La verdad, no me siento con ánimos para comer. -Pero debes hacer un esfuerzo. De Caro no me ha aconsejado nada más. Te he mandado preparar un caldito con un huevo. ¿Qué prefieres? -Bajaré. -Muy bien. Pues entonces quédate a descansar un ratito. Dentro de un cuarto de hora viene la enfermera. Y se retiró. Poco después oyó su voz. Estaba utilizando el teléfono de la mesita de noche del dormitorio. ¡Qué extraño! A pesar de que en medio estaba la pequeña habitación en que Adele lo había hecho dormir con la excusa de que roncaba, si aguzaba bien el oído podía distinguir algunas palabras. -…cambiar el horario… no puedo… mi marido… de acuerdo… procura comprenderme…
La enfermera que tenía que ponerle la intravenosa se presentó con cierto adelanto. Y con ella estaba Adele, que se pasó todo el rato mirando en silencio. En la mesa, cerrando los ojos para no ver el contenido del plato, consiguió tragarse la sopa. Después se acostó para recuperar un poco el sueño perdido la víspera. Y con el sueño abrigaba la esperanza de recuperar también un poco de fuerza. Pero ¿qué era esa debilidad que lo había asaltado tras la operación y que lo hacía sentirse cansado incluso cuando sólo estaba de pie? Adele lo despertó a las cinco y media. -Perdona, pero tienes que tomar la pastilla. Aturdido, sin reparar en qué habitación se encontraba, se incorporó a medias y alargó una mano. Se metió el comprimido en la boca y entonces Adele le tendió un vaso de agua. Con una bata blanca, habría sido una enfermera perfecta. -Sigue en la cama si te apetece. Total, la otra inyección es a las siete. Y a las siete regresó con la enfermera. Se quedó mirando en silencio, tal como había hecho por la mañana. Pero ¿por qué se sentía obligada a asistir a algo tan trivial como la administración de una inyección intravenosa?